martes, 23 de diciembre de 2008

LA SÉPTIMA CRUZ (1944), de Fred Zinnemann


Hay veces que en unos ojos se adivinan la quemazón de las privaciones, del sueño de la libertad encerrada, de unos ideales enterrados bajo la bota de la opresión brutal. Ernst Wallau, el narrador, no deja de formular un deseo bajo la niebla de la huida: “No importa a quiénes cojan, incluso a mí, pero no a Georg Hassler. Él tenía que salvarse”. El primero en caer es el propio Wallau y, desde ese momento, sabe todo lo que hace Georg porque Wallau está muerto. Y es que la muerte, en ocasiones, transfiere el poder de verlo todo, de saberlo todo, aunque la vida permanezca clavada en la cruz de la injusticia y del dolor.
Los ojos de Georg Hassler están quemados por tanto sufrimiento, no hay sombra de alegría o de esperanza en ellos. Va de un lugar a otro intentando huir hacia adelante pero lo hace sin entusiasmo, tal vez porque, de alguna manera, ya murió mil veces en el campo de concentración de Westhofen. Poco a poco, allí, se irán levantando las cruces de los que se fugaron con él como símbolos de muerte, como castigo a la ensoñación de ser libres, como ejemplo para quien se le ha arrebatado todo y ya no hay ejemplos para quien lo único que tiene que perder es la vida y eso, en 1936, en plena dictadura nazi, vale muy poco.
Georg se da cuenta de que todo lo que tenía y que le esperaba ha volado y él ha caído en el cómodo olvido. Sólo le queda la amistad como asidero para subir una valla plagada de cristales de ignominia. Y sus ojos, esos ojos tan hundidos, tan oscuros, tan faltos de brillo, delatan que no tiene fe en la escapada, que vivir es una carga demasiado pesada de llevar incluso si logra alcanzar la libertad. El suyo es un camino hacia una victoria plagada de derrotas. No hay salida después de romper la alambrada. Sólo hay soledad. Sólo hay el barro y la sangre. Sólo hay un hueco para arrastrarse. Y sólo hay la impávida reacción ante un mundo que te rodea de muerte. De muerte. De muerte.
Basada en el genial libro de Anna Seghers, Fred Zinnemann dirigió la adaptación cinematográfica escarbando en una de sus más preclaras obsesiones: la del hombre que se enfrenta hasta la extenuación contra elementos más poderosos que él y dirigidos por el silencio, por el poder, por la rabia, por la destrucción y por la cobardía, ayudado por la imagen expresionista y llena de textura de Karl Freund, director de fotografía que fue una auténtica leyenda de lo visual. Para ello, contó con un actor de inmensa categoría como Spencer Tracy que otorga una dimensión enorme al personaje de Georg Hassler, buscador de razones para seguir viviendo aunque encuentre una de ellas en el mero hecho de huir porque sabe que así habrá una cruz que quedará vacía y que, al revés que las demás, será un símbolo de vida para quien ya no puede ir mucho más allá de su propio límite.

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