Tu hija ha desaparecido. No hay rastro de que la niña exista. Eres extraña en un país de seguridades y certezas, pero no hay certeza de que hayas tenido una niña alguna vez. La desesperación te recorre igual que se registra a conciencia la guardería donde la dejaste. Nadie la ha visto. Nadie la conoce. El tiempo es tu enemigo. Eres madre soltera y sólo tienes la ayuda de tu hermano y de un inspector de policía que sabe ver que algo raro hay en toda la historia, si es que hay historia que contar. El escepticismo recubre su mirada metálica porque ni siquiera sabe si merece la pena profundizar en una desaparición que huele a neurosis. Pero muchas veces, el foco apunta hacia la dirección incorrecta y la neurosis está presente en la infancia, en una infancia cruel y absorbente, en una infancia despiadada que rompe el juguete que no sirve, en una infancia que ha quedado anclada en algún lugar del pensamiento, en algún lugar del rencor.
Otto Preminger tuvo un gran fracaso cuando esta película se estrenó. Muchos dijeron que, en su afán por abordar a golpe de crueldad una polémica que ponía en juego las tribulaciones de una madre soltera a mediados de los años sesenta, era demasiado para un público al que no le gustaba regocijarse en la enfermedad mental que, al fin y al cabo, es un trozo de intimidad. Sin embargo, es una historia que destaca por su precisión abrumadora, su agonía de la razón y por la complicada dirección de actores que plantea la desesperación de Carol Linley como la madre que queda atrapada en la mentira, la ajustada buena presencia de Keir Dullea, la calculada ambigüedad de Noel Coward como el patrón de la casa donde viven y, sobre todo, la deliberada neutralidad que destila Laurence Olivier en la piel del policía que nunca está desorientado pero que pisa con fuerza justo sobre la delgada línea que separa la locura y la cordura. Los títulos de crédito, como siempre fantásticos, de Saul Bass ya nos avisan del papel rasgado con descuido por los niños, como queriendo hacer desaparecer el garabato que sale de la imaginación, y la rúbrica de un monigote que nos delata la existencia de una vida tras cada roto. Terrible e intrigante, “El rapto de Bunny Lake” es un pedazo de blanco y negro muy inteligente tras una melodía de infancia porque, sencillamente, no hay mayor misterio que el pensamiento de un niño. Un misterio que los adultos, fáciles desmemoriados de aquellos días de juego y diversión, no somos capaces de desentrañar. Por eso, muchas veces, descendemos los peldaños que nos separan de nuestros hijos, para volver a ser, aunque sea por unos instantes, aquellos niños de gritos, de columpio desbocado y de personalidades confundidas continuamente por soñar que fuimos piratas, espadachines, pistoleros, policías, malos y buenos. Y rara vez podemos olvidar todas aquellas ocasiones en que, bajo la mirada atenta de nuestros padres o de nuestros hermanos, fuimos buenos y fuimos malos. Todas fueron vidas que ya hemos vivido. O tal vez no.
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