Cuando la mitad del cielo es también la mitad del infierno tenemos como resultado Cuba. Tierra necesitada de armas cuando lo que realmente necesitaba eran cerebros, ideas, libertades, derechos. Cuando el caos se adueña de todo un país, el amor se antoja como algo anacrónico, algo que no tiene sitio cuando la revolución y el odio se instala en el lugar de la dictadura. Al fin y al cabo, como bien dijo Lampedusa: “Todo tiene que cambiar para que todo siga igual”. Richard Lester se propuso llevar a cabo una descripción de los últimos días de la dictadura de Batista (que en la película está cronológicamente mal situada puesto que la revolución castrista venció el día de año nuevo de 1959 y en la película se dice que la acción transcurre en ese año) con un estilo que fue saltando metódicamente entre el romanticismo de una historia de amor imposible y el estilo documentalista que nos llena de barro los inmaculados trajes blancos de la opulencia. E incluso en algunos instantes parece que todo lo que sucede en medio del cambio toma la forma del surrealismo para adentrarse en los meandros de una pobreza que necesitaba urgentemente picar el muro de la miseria para hacer que las cosas fuesen un poco diferentes.
Hay que destacar que la más preclara virtud de esta película es la ajustada interpretación de Sean Connery, atormentado y debatido mercenario que tiene que dirimir los pasos de su propio destino que camina entre el amor y el deber, y de Brooke Adams (a quienes los más viejos del lugar recordarán como la chica de La invasión de los ultracuerpos, de Philip Kaufman) que consigue moverse en el filo de lo real y hacernos creer que el engaño es sólo una quimera de los que tienen miedo. Y no cabe ninguna duda de que las intenciones de la película son excepcionales aunque los resultados se queden algo por debajo de lo esperado. El propio Connery admitió que fue un error porque se intentaron mezclar demasiadas historias en un contexto que dominaba en exceso los actos de sus protagonistas. Sin embargo, el film tiene una extraordinaria fotografía de David Watkin (el maestro que nos enseñó la belleza de las imágenes de Memorias de África, de Sidney Pollack) que sorprende por su estilo realista y que hace que, de alguna misteriosa manera, consigamos hasta oler el trabajo de los que no tienen nada que comer, y sentir el burbujeo de las copas de aquellos que aplastaban hasta la asfixia.
Se podría decir que Cuba es una oferta que contiene tantas virtudes como defectos (y una de las más grandes virtudes reside en el gran trabajo que realiza nuestro Gil Parrondo, maestro de la dirección artística, que consigue captar con absoluta maestría los ambientes de aquella Cuba que ya sólo existe en el recuerdo de quienes lo vivieron) y que siempre resulta interesante asistir como espectador al derribo de un país que nunca fue reconstruido pues todo el mundo sabe que las promesas del idealismo se convierten en las realidades de la tiranía.
La historia siempre está llena de pequeños dramas que son los escalones de los que se compone la vida y un pequeño Cuba Libre es el acompañamiento ideal para ver cómo la sabiduría de la resistencia se puede comprar y vender con el nada barato precio de la tristeza del amor que no tiene futuro.
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