martes, 15 de septiembre de 2009
EL PUENTE SOBRE EL RÍO KWAI (1957), de David Lean
Un puente hecho de orgullo y honor pero con los cimientos asentados en el barro. Un duelo entre dos hombres repletos de arrogancia que lleva a la realización de una obra inútil. EL valor no puede ser sacrificado en aras de la disciplina y de la moral. Saber llegar al final del camino es mucho más importante que conseguir llegar. Y un cable, un maldito cable, será el dedo acusador para un hombre que perdió el rumbo por intentar pilotar la nave.
En medio de la jungla, otro hombre no quiere luchar. No es que sea cobarde. Es que es vividor. A la hora de la verdad, morirá odiando, porque después de tantas penalidades, el premio es una ración de plomo en el cuerpo. Morirá odiando porque no soporta a los maniáticos de manual. El deber no está más allá de la obligación. La propia estimación puede destrozar lo obligatorio y la vanidad es tan peligrosa como un barreno puesto en la moral.
El Coronel Nicholson derrota en todos los frentes al Coronel Saito, pero su victoria (tan inútil como heroica) es sólo una treta de la condición militar. Es desquiciante ver cómo Nicholson razona prohibiendo las fugas del campo de concentración: "Recibimos la orden de rendirnos...la orden ¿entiende? Si permitimos las fugas nos encontraremos con que hemos desobedecido esa orden". Para él, la norma escrita está más allá de la razón y no admite cuestionamientos. Hay que seguir las órdenes al pie de la letra. Si no hay norma, no hay disciplina y la disciplina es el arma que ayuda a unos soldados que se rindieron para seguir con la cabeza bien alta. En el fondo es poca, muy poca, la diferencia entre él y Saito.
El puente sobre el río Kwai nos brindó un reparto excepcional. Alec Guinness (que usurpó el personaje a Laurence Olivier), consiguió ofrecer la imagen de un hombre sin brújula, trastornado por el deseo de pasar a la posteridad borrando una derrota sin resistencia y poniendo en su lugar una victoria por el esfuerzo. William Holden (en un papel en principio pensado para Cary Grant) encaja a la perfección como ese soldado que nunca fue comandante y que guarda su valentía para luchar por su supervivencia. Jack Hawkins dio vida al oficial del que se presiente que hubiera actuado exactamente igual que Nicholson pero que tiene la obligación de destruir un puente que no imagina que es producto de una colaboración con la dignidad como premio. Sessue Hayakawa fue la viva imagen del Coronel Saito (se suicidó después de perder, por esta película, el Oscar al mejor actor secundario, víctima de la depresión), que piensa que el honor es la vida sin derrota y que ve cómo sus esquemas caen hechos pedazos al comprobar que unos prisioneros rendidos aún tienen mucha honra que demostrar.
Todos ellos fueron dirigidos por el meticuloso David Lean, apoyado por un espléndido guión de Michael Wilson y Carl Foreman (dos escritores incluidos en las "listas negras") basándose en una novela de Pierre Boulle (con posterioridad autor de la novela de la que partió El planeta de los simios) y así, con ellos, pudimos cruzar un puente construido con la perdurabilidad de una obra maestra del cine. Puentes así, jamás caen.
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