viernes, 25 de septiembre de 2009

LA CIUDAD FRENTE A MÍ (1959), de Vincent Sherman

Dedicado con profunda admiración a uno de los últimos y más grandes actores de toda la historia. Hoy hace un año que se nos fue, dejándonos huérfanos de talento y mendigos de su extraordinaria personalidad. Con cariño.

En plena ascensión hacia el estrellato (venía directamente de hacer Marcado por el odio, de Robert Wise; La gata sobre el tejado de zinc, de Richard Brooks; y El largo y cálido verano, de Martín Ritt) Paul Newman decidió interpretar esta historia sobre la escalada social de un joven abogado de Filadelfia y que tiene que caminar de puntillas entre los secretos de la alta suciedad. Así, en su camino, tropezará con la homosexualidad reprimida (y hábilmente sugerida tan sólo en la película), el rechazo a conceder una oportunidad a quien es hijo ilegítimo y la prohibición terminante de poder acceder a la fortuna familiar no sea que vaya a descubrir lo que nadie quiere sacar a la luz.
Y precisamente, el joven abogado encuentra un piolet para poder escalar sin dificultad esas posiciones sociales al comenzar a manejar informaciones comprometedoras de una forma que roza el desprecio y comienza a perder su moral...Pero la moral siempre es ese vecino pesado que, hagas lo que hagas, vuelve a llamar a tu puerta y se encontrará en el dilema de seguir viviendo una falsa moral basada en la ambición o destruir la vida de alguien a quien estima. Tal vez, cuando un hombre toma conciencia de que lo es, se da cuenta de que el premio nunca está en lo alto de esa escalera que quiere subir sino que puede ser la integridad intacta o la defensa de algo que puede parecer imposible y lo mejor es pasar de largo ante un estilo de vida que, en el fondo, es más falso que nuestra moral...ese maldito, maldito vecino que no deja de llamar a la puerta.
Por supuesto que el norte, sur, este y oeste de la película están señalados en el rostro de hierro de Paul Newman, razón y ser de toda la historia, pero no hay que dejar de lado la espléndida interpretación de Robert Vaughn, posteriormente hundido en una carrera mediocre, que consigue aquí un fantástico retrato bañado en los vapores etílicos de una inocencia perdida. Vincent Sherman, un director que estuvo más atento a sus legendarias conquistas de estrellas que a su oficio, consigue la que, tal vez, sea su mejor película y confiere un raro y atrayente halo de sensualidad a todo el metraje y es uno de esos títulos que se dejan ver con una sorprendente naturalidad e interés durante la larga y premonitoria noche del día anterior a nuestra rutina.
Encerrada en una agradable cápsula del tiempo, esta película nos transportará a la tradición de la sofisticada Filadelfia, esa misma que manda a sus hijos a estudiar a la Universidad de Princeton para conseguir una profesión liberal que luego perfeccionarán en la Universidad de Pennsylvania. Así, si un hijo es médico, abogado o economista será el no va más de la presunción de la familia que sigue encerrada en aquella vieja mansión que parece anclada en el mármol y en el lujo...fachadas para esconder las miserias que a todos cazan.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El otro día, leía la entrevista que le hacía un periodista al director de la película Mensaje en una botella. No recuerdo el nombre de este señor. Hablaba de su admiración por su gran amigo Newman. Lo íntegro que era, lo cercano, su maravillosa humanidad. Contaba anécdotas del rodaje. Un día, ensayando una escena, el asistente de dirección gritó para inciar:"silencio!". Newman se le acercó y le dijo:"Bruce, es cierto que el silencio es importante para el trabajo de actor, pero, por qué no intentas lograr el silencio sin gritos.?
No tenía ninguna clase de divismo, el propio Costner era mucho más exigente que él.
Creo que el cine, además de perder a un gran actor, perdió a un gran ser humano. Los que me conocen saben de mi amor por este hombre. Era tan guapo o más por dentro, como lo fue por fuera.

Gracias por recordarlo en tu blog.

Gema

César Bardés dijo...

Siempre hay una anécdota que me ha gustado sobre Newman. Cuando hay una película que contiene una escena de plano-contraplano entre dos o más personajes, lógicamente, se ruedan todos los planos de uno y luego los de otro. Las contestaciones no las suele dar el otro actor sino que suele leerlas la "script" que suele tener un tono de voz más bien monótono que no ayuda en nada a la interpretación del actor al que se le están tomando los planos. Bueno, pues en "Harper, investigador privado", William Goldman, el guionista, relata cómo Newman siempre daba la réplica para sacar lo mejor del otro actor. Tanto es así que hay una escena en la que Newman mantenía un largo diálogo con Robert Wagner y Newman aportó tanto en las réplicas para lograr la máxima intensidad de Wagner que, al final de la escena, se puede apreciar cómo llora...con lágrimas de verdad. El propio William Goldman asegura que nunca ha vuelto a ver nada igual, tanta generosidad en una estrella y que la interpretación de Wagner (un actor claramente mediocre) fue una de las mejores que había visto nunca en una escena. Así era Paul Newman, generoso, brillante, un punto amargo, muy gamberro, le gustaban las cervezas y los coches y tenía una personalidad muy compleja que él mismo llegó a dominar muy bien. Creo que él y Kirk Douglas han sido los últimos grandes que nos han quedado vivos. Ahora ya sólo tenemos a Kirk y ni siquiera por mucho tiempo.