jueves, 3 de septiembre de 2009

JAMES MASON: EL TURBIO ENCANTO


Si ha habido algún actor que expresara al mismo tiempo el lado más turbio del ser humano y su inmenso atractivo, ése, sin duda, ha sido James Mason. En ocasiones, su enorme talento fue absolutamente desaprovechado y, cuando más brillante ha sido, es cuando ha tenido un director que sabía explotar su aparente hieratismo y transformarlo en un velo protector que púdicamente cubriera una inquietante personalidad de muy oscuras motivaciones. Pero el gran mérito de Mason es que lo conseguía con una sorprendente naturalidad que contrastaba, por ejemplo, con el estilo de Laurence Olivier (con el que tuvo que aguantar aceradas comparaciones) que era mucho más meditada y quizá, también, más agresiva. Sus personajes siempre fueron muy complejos, hombres situados en fuertes encrucijadas morales y, con frecuencia, obsesivos y refinados.
Después de intervenir en un buen puñado de películas británicas que calmaron su natural tendencia teatral, comenzó a llamar a las puertas de Hollywood a través de una serie de papeles de enorme interés, como el médico lleno de bondad e ira por la injusticia social de Atrapados, de Max Ophüls; o el narrador, es decir, el escritor Gustave Flaubert en Madame Bovary; o el enigmático protagonista de esa película llena de brujería, hechizo y sobrenaturalidad que es Pandora y el holandés errante, rodada en la Costa Brava por el legendario y extraño Albert Lewin y, por supuesto, llama poderosamente la atención su encarnación del Mariscal Erwin Rommel en El zorro del desierto (un personaje que interpretó dos veces en el cine al reunir con convicción el atractivo aristócrata del gran militar alemán y la perfecta dualidad de su genio táctico combinado con un implícito desprecio al régimen para el que trabajaba). Tanto es así que Joe Mankiewicz no lo duda y le quiere a toda cosa para el personaje de Ulises Diello en la extraordinaria Operación Cicerón, el camarero que se hace espía no como un fin, sino como un medio para ascender en la escala social que Mason borda con absoluto dominio en una auténtica joya del cine.
Nuevamente Mankiewicz es el que le otorga un papel de excepcional lucimiento: el Brutus de Julio César. Aquí, Mason está excepcional dando la réplica al Brando más sorprendentemente brillante. Nadie como él para encarnar al “hombre honrado” por excelencia, como irónicamente así lo califica Marco Antonio en su mítico discurso en la escalinata del Senado que, por otra parte, sí lo es, pues Brutus es el único al que le mueve un interés en servir al bien común y, a su alrededor, Mason le confiere de una sombra de lucha interna, de debate moral permanente que enrique al personaje de tal manera que Mason es Brutus, al que Marco Antonio define al final como “todo un hombre”.
Vuelve a ser el Mariscal Rommel en Las ratas de desierto, de Henry Hathaway, y despliega su gran estilo como el malvado y atrayente Sir Brack de El príncipe valiente para, luego, componer uno de sus más grandes personajes: el Norman Maine de Ha nacido una estrella. Su brillante actuación en un asumido segundo plano frente a la portentosa interpretación de Judy Garland hace que esté presente en la escena incluso cuando no está, con una maravillosa cadencia expresiva que pasa, casi imperceptiblemente, del tono mayor con el que comienza la película al decidido tono menor con el que finaliza. Y quién puede dudar de que protagoniza uno de los suicidios más hermosos que se han visto en el cine...
Richard Fleischer ve en él al mítico Capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino y sabe vestir al personaje de un lado ciertamente heroico, otro enormemente sociopático y aún otro arrebatadoramente oscuro en un difícil equilibrio que se compensa con la sobriedad del magnífico Paul Lukas y del divertido exceso de Kirk Douglas.
En 1956, rueda con Nicholas Ray una estremecedora película sobre los efectos de la cortisona tomada con adicción en la más que notable Más poderoso que la vida y, a continuación, otra de sus cumbres: el refinado Philip Van Damm de Con la muerte en los talones, sobriedad y elegancia de un malvado que también puede enamorarse frente al festival que proporciona Cary Grant. La admirable capacidad de desdoblamiento de Mason parece sugerir aquí hasta una curiosa relación homosexual con la colaboración de Martín Landau elaborando, con algunas de sus expresiones, todo un poema al asco de la violencia, al dolor físico y moral, al engaño y a la crueldad. Todo eso en un solo malvado.
Vuelve al universo de Julio Verne con la mejor adaptación hasta la fecha de Viaje al centro de la Tierra y, en 1962, Stanley Kubrick le requiere para interpretar el que es, quizá, el mejor papel de su carrera: el Profesor Humbert Humbert de Lolita. Adaptación de la novela de Vladimir Nabokov, nadie más puede ser el profesor pederasta, brillante, turbio hasta el azabache y ridículo hasta la exasperación. Nadie (ni siquiera Jeremy Irons) puede alcanzar tal grado de torpeza, de sugerir un rechazo tan cercano al asco, de planear una venganza tan teatral como inútil, de la falta total de sentido del humor, de la cruel humillación a la que se somete sin darse cuenta y por propia voluntad, de la degeneración más intelectual...Mason, sencillamente, está fabuloso y único. Con su actuación tan repleta de matices, Kubrick pudo dar a entender todo lo que la censura no le dejó mostrar. Magistral.
Después de intervenir en un par de sonados fracasos, donde, de verdad, demuestra su gran talento es en esa desconocida y magnífica película de Sidney Lumet basada en la novela de John Le Carré titulada Llamada para un muerto en un atormentado papel de un hombre con graves problemas en su vida íntima que debe investigar el suicidio de un compañero del servicio de inteligencia británico que, a su vez, sirve de tapadera para toda una apasionante intriga. Aquí, Mason, ya en su madurez, da vida al típico hombre gris del espionaje inglés que oculta una gran inteligencia que, a su vez, no alcanza la plenitud debido a su grave situación personal. La película está llena de suspense y de drama hábilmente combinados a través de las intensas interpretaciones, no sólo de Mason, sino de Harriet Anderson, Simone Signoret y Maximillian Schell, además de contar con una espléndida banda sonora de Quincy Jones.
Al poco tiempo, a Mason se le diagnostica una enfermedad cardíaca y decide centrarse en papeles secundarios y en la menos dificultosa tarea televisiva y se pone al servicio de John Huston en la subvalorada El hombre de Mackintosh. A partir de aquí, repartirá su trabajo entre Europa y América en una etapa de la que podemos destacar el duro papel de oficial alemán que desempeña en la estupenda y menospreciada La cruz de hierro, de Sam Peckinpah, que contrasta con el meramente episódico papel que realiza en Los niños del Brasil, de Franklin Schaffner, donde coincidió con Olivier. Su trabajo más destacable es la notabilísima creación que hace del Doctor Watson en la excelente Asesinato por decreto, de Bob Clark, una muy aceptable película sobre el detective de Baker Street que tuvo esta vez, los rasgos de Christopher Plummer.
Ya en los ochenta, Mason se descuelga con una fantástica interpretación llena de intensidad dramática e implacable en Veredicto final, una formidable película de Sidney Lumet en la que daba vida al abogado Concannon, temible rival de Paul Newman en una sala de juicios. Mason dota a su personaje de una irritante prepotencia escondida detrás de una ambigua sonrisa que proporciona una digna respuesta a la muy poderosa actuación de Newman al encarnar a un letrado inundado de medios para la investigación y machacar a sus contrincantes con una aplastante seguridad.
Tras su muerte, debida a su enfermo corazón, aún se estrenaron dos películas que no tuvieron ningún éxito aunque una de ellas es simplemente espléndida. Se trata de La cacería, de Alan Bridges, un retrato despiadado de la aristocracia británica con crimen de por medio que podríamos definir de refinadamente inquietante y que destaca por la interpretación colectiva de una buena retahíla de poderosos y segurísimos actores británicos.
Años después de sus más estelares interpretaciones, del turbio encanto de Mason aún emana una potencia que se aproxima deliciosamente a la modernidad. Ojalá pudiera reescribir este artículo con un estilo suficientemente inquietante como para dar a conocer el lado más oscuro de la condición humana y que, debido a ese atractivo en penumbra, nadie pudiera despegar los ojos del papel.

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