jueves, 17 de septiembre de 2009

ROBERT RYAN: SURCOS EN EL ROSTRO


Fue un actor de una extensa cultura. Leía todo lo que caía en sus manos. Probó suerte en la escritura con cierto éxito. Los que le conocieron bien decían que su conversación abarcaba todos los temas imaginables. Su ideología política le colocaba del lado demócrata y llegó a publicar libros de filosofía en Estados Unidos. Quizá, por ello, levantó algo de respeto en Hollywood y sus papeles de protagonista pasaron desapercibidos negándole, a lo largo de su dilatada carrera, el acceso al estrellato. Era un buen actor, correoso y eficaz, que se encargó siempre de papeles difíciles con cierta preferencia hacia los malvados pero que sabía dotarles de una cierta sinuosidad psicológica que se potenciaba con un rostro plagado de surcos que hacían suponer que eran heridas nacidas de la propia historia de los personajes que interpretaba. Cada surco en su cara parecía el reflejo de cada cicatriz de su alma.
Robert Ryan comenzó a ser apreciado gracias al espléndido papel del soldado cegado por el racismo y la homosexualidad reprimida en la muy notable “Encrucijada de odios”, de Edward Dmytrik. Haciéndose cargo del personaje, quizá, menos lucido, él es quien realmente destaca en la película por encima de un ya famoso Robert Young y de la, por entonces, joven promesa Robert Mitchum. Con el odio supurando por entre los poros de sus arrugas, Ryan compone un personaje temible y terrible. Un hombre que ya está muerto...y ni siquiera lo sabe.
Joseph Losey le quiso para esa fábula contra el racismo que es “El muchacho de los cabellos verdes”, una rareza olvidada de la que nadie se acuerda en la que desempeña el papel del canalizador de los sentimientos de un chico cuyo único delito es tener el pelo del color de la hierba. Y a continuación, se enfundó los guantes para subir al ring en una de las películas más excepcionales que ha dado el género negro en su variante pugilística como es “Nadie puede vencerme”. Su papel de boxeador al borde del K.O. vital y que decide que aún le queda una última oportunidad es antológico y complejo, sabio y afortunado, oscuro y veteado de golpes que, si bien no fue más que una serie B del momento, con el tiempo ha devenido en un clásico imprescindible. Más tarde, Nicholas Ray le dio el papel de ese policía que vive para su trabajo y que empieza a no distinguir muy bien la línea que separa lo bueno de lo malo en esta otra serie B de mucha clase y originalidad que es “La casa en sombras”. Aquí, Ryan pone su rostro de granito agrietado al servicio de un personaje de alma atormentada al que una invidente le enseña a saber ver.
Dio vida a un multimillonario abandonado en un desierto y herido en la muy original “Infierno”, precursora de “El desafío”, aquella película de Hopkins, Baldwin y osos dirigida por Lee Tamahori y compuso a uno de los malvados más ambiguos e inquietantes que ha dado el western en “Colorado Jim”, de Anthony Mann, jugando con las conciencias y las emociones de aquellos que le tienen preso y siendo un precipicio rocoso en el alma de los que nunca fueron héroes.
Otro de sus malvados antológicos es el racista cacique de “Conspiración de silencio”, de John Sturges. El hombre que todo lo controla en el villorrio de Black Rock y que se deja arrastrar por la ira de una fiebre patriótica para cometer un horrible crimen haciendo cómplice del mismo a todo un pueblo. Un rival a la altura del insuperable Spencer Tracy.
Con Samuel Fuller rodó la admirable “La casa de bambú” en el papel del hombre traicionado por el infiltrado en su organización Robert Stack. Ni que decir tiene que Ryan y su malvado superan con creces al bueno de la historia con la variante introducida de la escondida homosexualidad latente entre los dos hombres.
Con el excelente western “Los implacables”, de Raoul Walsh, Ryan se enfunda el traje de un elegante empresario empeñado en jugársela al vaquero Clark Gable y, a continuación, realiza el que, probablemente, sea el mejor trabajo de su carrera en el impresionante film bélico “La colina de los diablos de acero”, de Anthony Mann, en la que se encarga, junto con hombres que parecen retales de un conflicto en medio de ninguna parte, de tomar una colina que no es más que polvo y rocas. Una extraordinaria película, muy poco reivindicada, sobre la inutilidad de la guerra, los traumas que se derivan de ella, la cobardía y el valor, la lealtad, el deber, el terrible precio que hay que pagar por él, la soledad, la tensión inaguantable, el medio a la muerte y el impresionante rostro de Robert Ryan cuyos surcos se inundan de polvo y tierra mientras desglosa los nombres de los caídos, de aquellos de los que nadie se acordará, excepto el viento.
Se vino a España para ser Juan el Bautista en la producción de Samuel Bronston “Rey de reyes” y apareció en “El día más largo” para luego hacer otro de sus grandes malvados en “La fragata infernal”, amarga película sobre la tiranía en la que se introduce en la piel de un personaje que no duda en entregar su vida si con ello consigue castigar al hombre que odia.
Es el cuarto componente de “Los profesionales”, de Richard Brooks, tal vez el papel menos desarrollado de la historia pero, en todo caso, un buen trabajo como ese experto en caballos que, a la vez, es el mayor defensor de estos animales. Un hombre al que no duele desenfundar el revólver cuando se trata de matar a seres humanos pero que no resiste su furia cuando alguien maltrata a un equino. En cualquier caso, es uno de esos personajes que enmarcan y dan textura a la película y no le importó desempeñar un papel secundario a la sombra de Lee Marvin cuando, once años antes, la situación fue a la inversa en “Conspiración de silencio”.
Volvió a ser el personaje más antipático de los “Doce del patíbulo”, de Robert Aldrich y se encarga, con admirable eficacia, de amargar la vida a Wyatt Earp en la notable “La hora de las pistolas”, de John Sturges. Pero aún Ryan nos regalaría el sexto hombre de ese “Grupo salvaje”, de Sam Peckinpah, el pistolero que, un día, perteneció a la banda de Pyke y ahora, bajo coacción, se ve obligado a perseguirle. Un personaje que explica toda la historia desde fuera, que admira el valor de esos hombres crepusculares y que siente, con ellos, el fin de una era, de su mundo particular.
Aún daría vida al personaje sociópata por excelencia, el capitán Nemo, en “La ciudad sumergida” y, ya enfermo de cáncer, rueda “El repartidor de hielo”, de John Frankenheimer, basada en la obra homónima de Eugene O´Neill y enfrentándose a nombres de la talla de Lee Marvin o Fredric March y dejando tras de sí la estela de ser el mejor de todos ellos en su decepcionada encarnación del hombre que fue idealista y que ahoga su oscura vuelta de todo en el alcohol hecho de gotas de tiempo en un tugurio del Nueva York de principios de siglo.
Su agonía, dicen, fue tan terrible que parece ser que en los últimos días de su vida era difícil reconocer al buen hombre que fue Robert Ryan. Aún herido de muerte no dejó de leer y enriquecerse, lo que habla de su espíritu luchador y ejemplar, motor principal de un alma dibujada a trazos por la vida y triturada por un sufrimiento que fue del todo inmerecido.

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