viernes, 19 de febrero de 2010

EL HOMBRE LOBO (2009), de Joe Johnston


De toda la galería de monstruos clásicos del cine, el Hombre Lobo, es el único que no está basado en una novela previa. Nació a finales de los años treinta a raíz de un guión que escribió el extraordinario Curt Siodmak por encargo de los estudios Universal y que dio como resultado el clásico de 1941 interpretado por Lon Chaney Jr. Ahora, situando la historia en un tiempo determinado, se nos presenta de nuevo, cambiando solamente lo imprescindible, bajo los rasgos lobunos de Benicio del Toro.
Y es que no cabe ninguna duda de la vocación clásica que persigue la película, dirigida con sobriedad y sobresalto, pero que deja un regusto amargo en el espectador que espera ansioso una película de terror al igual que ocurrió en su día con el Drácula, de Francis Ford Coppola que, con su excepcional barroquismo, nos hincaba los dientes magistralmente narrando una historia de amor; o con el Frankenstein, de Kenneth Branagh que nos proponía desde el romanticismo exagerado de sus imágenes, una reflexión en torno a la inmortalidad y al peligro de alterar el orden natural de la vida. En esta ocasión, Joe Johnston (director bastante menos competente pero que salda con aprobado su labor), se permite adentrarse en el bosque nebuloso de raíces aristotélicas en el que los dioses revelan al hombre su destino sin posibilidad de escapar de él haciéndolo bajo una óptica decididamente aventurera.
Todo ello sin olvidar la lucha interior que se desata en el ser humano cuando se da cuenta de que una fiera habita en sus entrañas. Un animal salvaje que apenas sabemos controlar y que marca difusamente las fronteras de dónde termina la bestia y dónde comienza el hombre. Allá arriba, la vieja Luna del Diablo que, con su enorme ojo blanco, regirá el poder del mal para dejar paso al auténtico amor, a la bala de plata liberadora y al duelo eterno de la criatura que quiere aniquilar a su propia divinidad. El hombre contra Dios. El hijo contra el padre.
La furia ruge incontrolada cuando el pasado se aclara en la mente retorcida por la tortura. En el fondo de cualquier bestia humana, hierve un pequeño horizonte de ternura que no se puede dejar atrás. El gris que refulge de las piedras cansadas por el temor domina los contornos del verdadero salvajismo. El aprecio a la vida es tan fuerte que, a veces, hay que asesinar lo más amado y es entonces cuando el hombre pierde la batalla ante su naturaleza de depredador. Las carnes cuelgan de los colmillos. La sangre salpica en el pelo y el aullido se siente en los riscos del miedo. Y la maldición no termina porque la Luna sigue ahí, llamando a las criaturas que caen bajo su influjo, como un rayo de plata que une la pesadilla con la realidad.
Así que, a pesar de los consabidos respingos, no es una película de terror. Es una estilización de la leyenda que, bajo una apariencia de persecuciones, de disparos, de trampas y de espectacularidad visual, hace que miremos hacia el cielo y que, tal vez, temblemos esta noche porque el lobo que habita en nosotros puede despertar y convertirse en hombre. Y, quizás, después de setenta años, las transformaciones sobrenaturales no nos sobrecojan tanto como sí lo hicieron con nuestros abuelos. El miedo también pasa de moda. Perdónenme pero extrañamente noto cómo mis ojos comienzan a brillar y me están entrando unas terribles ganas de comer carne.

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