Los ojos se encuentran y se intenta que las miradas encajen. Se trata de ver lo que se esconde detrás del vulgar velo que puedan ofrecer esos ojos. Conectar con otro ser humano es una dificultad que se alza alrededor de las vallas del alma. Recomponer las trizas del corazón se convierte en una tarea que no compensa si no hay momentos de calidez en una existencia que se ha dado por derrotada. Vivir es lo que cuesta. Morir...tal vez, morir es más fácil de lo que creemos.
Centro, razón, núcleo, desarrollo e historia de esta película es Colin Firth. Con un estilo envidiable, sabe moverse haciendo equilibrios en el filo de la navaja con la facilidad con la que otros caminan por la acera. El dolor es sólo un matiz. La rutina es puro aburrimiento. Y él, con su saber estar, crea una personalidad que se origina en la nada, se mueve por un pasado que ya no está con él, se cae con un presente que no sabe apreciar y se niega a un futuro que está deshumanizado y perdido.
Y un hombre soltero intenta encajar su vida cuando no tiene más piezas. Las trizas le asolan y le ahogan haciendo de la realidad un color difuminado. La tristeza se adueña de su vida y cree que sólo tiene un escape cuando descubre, sorprendido, que un par de instantes llenos de color, disfrutados en compañía, islas de descanso en medio de un océano de desolación, son razones suficientes como para que las esquirlas desaparezcan y se complete un rompecabezas que no podía resolver. El miedo a la soledad es tan grande que apenas puede ver más allá de sus gafas de profesor. El entorno es tan incómodo que el pesimismo preside su levantar, su desperece, su respirar y su diversión.
La sensación es como la de estar flotando en el agua, con la cabeza metida y el cuerpo libre. La música resuena con una partitura excepcional en la banda sonora de un hombre que se ha quedado fuera de todo. Fuera del cariño. Fuera del disfrute. Fuera del amor. Fuera de la nostalgia. Fuera de lo cabal. Fuera, estúpido, fuera.
Sin embargo, a pesar de hacer que una película nos asome al interior de un abismo sin fondo, el aburrimiento hace una inoportuna visita y nos quedamos, desamparados en pleno patio de butacas, con Colin Firth y con la música. Todo eso debe llenarnos porque no hay nada más. Las bocas se abren y los cuerpos se remueven. Un tiempo de tormenta en canción. Un desprecio egoísta a dieciséis años de convivencia. Un miedo incontrolable en un protagonista que quiere hacer mutis y entregarse a una eternidad tranquila. El temor es el enemigo y explorar en lo que no se debe lleva inevitablemente a extraviarse en la ensoñación imposible.
Las oportunidades perdidas son el espejo de unas arrugas disimuladas. El desquicie está presente en un par de copas que adormecen y hacen bailar en una escena que desprende magia. Y el hastío vuelve, insistente, para decirnos que, al fin y al cabo, cuando todo cuadra, es precisamente cuando se pierden los pedazos que se habían juntado de nuevo por esos pequeños regalos que, de vez en cuando, se reciben a través de la charla, de la locura presentida, del dejarse traer hacia el lado soleado. De repente, las nubes desaparecen y tenemos la certeza de que la soledad va a ser nuestra pareja y que debemos arroparla para encontrar el equilibrio. Pero el bostezo, para entonces, ya es el dueño de nuestros actos.
Y un hombre soltero intenta encajar su vida cuando no tiene más piezas. Las trizas le asolan y le ahogan haciendo de la realidad un color difuminado. La tristeza se adueña de su vida y cree que sólo tiene un escape cuando descubre, sorprendido, que un par de instantes llenos de color, disfrutados en compañía, islas de descanso en medio de un océano de desolación, son razones suficientes como para que las esquirlas desaparezcan y se complete un rompecabezas que no podía resolver. El miedo a la soledad es tan grande que apenas puede ver más allá de sus gafas de profesor. El entorno es tan incómodo que el pesimismo preside su levantar, su desperece, su respirar y su diversión.
La sensación es como la de estar flotando en el agua, con la cabeza metida y el cuerpo libre. La música resuena con una partitura excepcional en la banda sonora de un hombre que se ha quedado fuera de todo. Fuera del cariño. Fuera del disfrute. Fuera del amor. Fuera de la nostalgia. Fuera de lo cabal. Fuera, estúpido, fuera.
Sin embargo, a pesar de hacer que una película nos asome al interior de un abismo sin fondo, el aburrimiento hace una inoportuna visita y nos quedamos, desamparados en pleno patio de butacas, con Colin Firth y con la música. Todo eso debe llenarnos porque no hay nada más. Las bocas se abren y los cuerpos se remueven. Un tiempo de tormenta en canción. Un desprecio egoísta a dieciséis años de convivencia. Un miedo incontrolable en un protagonista que quiere hacer mutis y entregarse a una eternidad tranquila. El temor es el enemigo y explorar en lo que no se debe lleva inevitablemente a extraviarse en la ensoñación imposible.
Las oportunidades perdidas son el espejo de unas arrugas disimuladas. El desquicie está presente en un par de copas que adormecen y hacen bailar en una escena que desprende magia. Y el hastío vuelve, insistente, para decirnos que, al fin y al cabo, cuando todo cuadra, es precisamente cuando se pierden los pedazos que se habían juntado de nuevo por esos pequeños regalos que, de vez en cuando, se reciben a través de la charla, de la locura presentida, del dejarse traer hacia el lado soleado. De repente, las nubes desaparecen y tenemos la certeza de que la soledad va a ser nuestra pareja y que debemos arroparla para encontrar el equilibrio. Pero el bostezo, para entonces, ya es el dueño de nuestros actos.
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