miércoles, 15 de septiembre de 2010

CLAUDE CHABROL: EL DESERTOR DE LAS NUEVAS OLAS


Se ha ido el penúltimo representante de lo que se dio en llamar como nouvelle vague aunque bien es verdad que fue el primero en abandonarla. Justo cuando rompía la espuma esa ola de nuevos realizadores, a Claude Chabrol no le dolieron los costados cuando tuvo que hacer gala de de su juego de cintura para alquilar su brazo de artesano al mejor postor o para hacer un cine descaradamente comercial. Algo que no deja de ser llamativo cuando, desde las páginas de Cahiers du Cinéma, había defendido el llamado “cine de autor”, aquel que se diferenciaba del academicismo francés imperante a mediados de los años cincuenta con un puñado de nombres que se limitaban a rodar un guión sin añadir ningún toque personal.
Lo cierto, y lo que le distingue aún más de sus compañeros de generación, es que Chabrol fue, con Jean-Luc Godard, el único que procedía de la pequeña burguesía y no es por casualidad que se dedicó en cuerpo y alma, cuando el dinero no era excusa, a hacer películas que observaban a cretinos burgueses moviéndose por su particular universo como si fueran insectos ociosos, entregados al molesto zumbido de sus alas, sin nada mejor que hacer que presumir una cierta respetabilidad e inundar de basura todas las trastiendas humanas.
Sin embargo, algo hay que reconocerle al director francés y es, además de su exquisita afición a la comida, su maestría dentro del género negro, donde dominaba resortes y naturalidades algo alejadas del cine norteamericano, pero tremendamente efectivas y críticas, retratos en crimen de una clase social que se esforzaba por disimular pasiones y emociones.
De hecho, su carta de naturaleza, su tarjeta de presentación de la ola de jóvenes realizadores franceses que conmovieron las formas narrativas del cine mundial es a través de El bello Sergio, quizá uno de los más flojos comienzos de todos aquellos que fueron compañeros de generación y, aunque sí le otorgó prestigio y alguna que otra etiqueta fácil, fue un fracaso comercial que sólo pudo obviar porque se había financiado la película con una herencia que había recibido su mujer.
Su segunda película la rueda ya con más maestría, nadando en la mediocridad urbana que llegaría a ser marca de fábrica de sus películas más brillantes y que ganaría el León de Oro de Berlín con el título de Los primos. Aquí es donde Chabrol decide que está muy bien hacer arte, pero que también es muy gratificante para el bolsillo dedicarse al alquiler de su propio talento, a veces con una cierta desvergüenza. El resultado, como no podía ser otro, es el de una carrera que oscila entre títulos extremos y excepcionales y otros que irrumpen con descaro en la mediocridad del oportunismo.
Muestra preclara de su dedicación al cine comercial en el que, no obstante, intenta dejar algún sello de calidad, es su serie dedicada a El tigre, ese euro-espía de creación propia que llega, en algún momento, a provocar la carcajada a un metro de quien creyó que Chabrol era un hombre entregado a su arte.
Ahora bien, al lado del Chabrol interesado en recaudar, estaba el Chabrol consciente de su capacidad y no dejó de lado su visión artística al realizar un puñado de obras maestras, prodigio de cámara que parece deslizarse con incomparable habilidad por las habitaciones de sus tramas, deslizándose por alfombras de comodidad mientras retrata miserias y asesinatos. Ahí están títulos maestros como La mujer infiel, cuadro sin pintar de una mujer que cae en brazos de la fatalidad y el deseo, o ese díptico interesantísimo que es Accidente sin huella y El carnicero, fieles reflejos de romanticismo lúcido y desesperado; o Al anochecer, tratado sobre la culpabilidad que conduce sin dilación al final del camino sin salida posible.
De su cine reciente, cabría destacar dos películas maravillosas en las que se adentra, con su particular punto de vista, siempre acertado por el lado femenino, en el espacio de mujeres fascinantes, movidas por impulsos no siempre acertados pero indudablemente rellenos de una cierta mirada cínica e imprevisible no exenta de sarcasmo. Esas dos películas son Un asunto de mujeres, donde el aborto es asaltado con una extrema crudeza, propia de mujeres sin sangre y de almas sin rumbo; y la estupenda La ceremonia, pesimista visión de la Humanidad basada en una novela negra de Ruth Rendell y que Chabrol, cineasta maestro cuando la ocasión lo requería, transformaba en cómplice de su propia obsesión por las falsedades de la burguesía.
Estas películas hacen que podamos perdonar al Chabrol de El tigre se perfuma con dinamita, al de Marie-Chantal contra el doctor Kha, al mediocre siempre latente de Inocentes con manos sucias, o al erotómano artístico-burgués que se descubre en Días tranquilos en Clichy. En su irregularidad había algo de genialidad y al fin y al cabo, en su autojustificación por el abandono de los preceptos que impulsaron a la nouvelle vague, está todo el razonamiento de un hombre que fue todo y fue nada en el cine: “No existen nuevas olas, sólo existe el mar”.

Quiero dedicar el artículo de hoy a Jesús Daniel de León, maestro en la moderación de debate y en el análisis de espacios cinematográficos. A Jesús Miguel Cabrero, amigo del cine, siempre respetuoso, siempre con un estrato de cariño para quien difiere de sus opiniones. A Juan Caso, irónico, brillante, certero y preciso. A Andrés Cid, experto en la disección del carácter francés, lleno de simpatía y buen humor y, a la vez, amante de Eric Rohmer y del buen cine y a Raquel Jaén, toque de feminidad, valiosa investigadora de por qués y llena de sensibilidad. Todos ellos compartieron el debate de "Conversacines" que tuvo lugar ayer y que podéis escuchar en www.conversacines.blogspot.com y consiguieron que, a pesar de la distancia, me sintiera como uno más en la mesa de coloquio y me dejaran con ganas del "después". Gracias a todos y por vosotros estas modestas líneas en homenaje al compañero de François Truffaut y figura importante del cine mundial, Claude Chabrol.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchísimas gracias por la dedicatoria amigo Bardés, como siempre.. excelente artículo. Aparecer debajo de estas letras tan bien escritas es todo un honor para uno.

Haré extensiva la dedicatoria entre los compañeros.

Por cierto, disculpa por la mala recepción de tus palabras en el inicio del programa, te escuchábamos muy bajito, cosa que solucionó el técnico de sonido en cuanto se percató de ello.

Gracias por tan excepcional participación, y por todo lo que nos ofreces (con generosidad) añadiendo en los comentarios del blog.

Muy interesante la carta de Truffaut a Godard, la desconocía.

Un abrazo desde tu casa sevillana.

César Bardés dijo...

El honor es mío y bien lo sabes, Chus.
Espero que haya hecho justicia a los extraordinarios contertulios con los que tuve el placer de charlar.
No hay generosidad alguna, en todo caso, la pasión compartida que es la auténtica responsable de que salgan las palabras y quedes con unas ganas incontrolables del "después", como digo en la dedicatoria, pues estoy seguro de que aún estuvísteis hablando distendidamente de Truffaut, de la "nouvelle vague" y de "Los cuatrocientos golpes".
Ya sabía yo que la carta de Truffaut, sintomática de una explosión de ya estar harto de alguien que se ha postulado siempre como apóstol del vanguardismo y comprometido políticamente hasta las cejas, era interesante. Ahí queda en vuestro blog para aportar algo nuevo y, quizá, un poco pintoresco.
Gracias a vosotros por vuestra tremenda acogida siempre y por vuestro saber estar en cada momento. No es fácil encontrarse con gente de tanta clase.
Un abrazo y espero ir pronto esa "mi casa sevillana".