¿En cuántos trabajos se nos ha llegado a pedir que, en base a un supuesto código de ética profesional y personal, fuéramos un poco más allá? Unas cuantas horas, unos cuantos papeles más, unas horas de descanso menos, un favor para un influyente personaje de la cadena de mando, un silencio pactado cuando se debería gritar o, incluso, unas palabras de más cuando se debería callar. Seguro que usted es uno de los que ha pasado por ello. Y usted. Y usted.
Y ahora vayamos un poco más allá y supongamos que ese trabajo que usted está realizando influye directamente en esas dos palabras que los americanos utilizan como justificación para todo lo que hacen: seguridad nacional. Se trata de lo siguiente: usted es un mando intermedio de unos servicios secretos, uno de esos que no es que se encargue directamente de espiar, sino que maneja los hilos para que otros reaccionen como se desea y hagan el trabajo. Y da la casualidad de que ha podido comprobar sobre el terreno y por medio de algunos indicios que un régimen enemigo no tenía armas de destrucción masiva porque no poseía siquiera medios para fabricarlas. Pero no es eso lo que sus jefes quieren oír. Ellos quieren que haya un respaldo, más o menos fiable, tras una razón para poder empezar una guerra. Y todo el mundo sabe que la primera víctima de la guerra, es la verdad.
Y la verdad, escondida y miedosa, suelta perlas en los periódicos revelando cosas que incluso llegan a afectar a su familia. Y usted, querido mando intermedio, debe callar porque eso es lo que exige la seguridad nacional. Su matrimonio está a punto de romperse porque, erróneamente, se cree que el deber de un ciudadano democrático es acatar las decisiones de los elegidos. Eso es un engaño, un señuelo para incautos. El deber de un ciudadano democrático es cuestionar continuamente si esas decisiones son las correctas porque sólo así se puede preservar el ideal de este sistema que tantos países han adoptado y que siempre se ha definido como el mejor de los peores sistemas posibles.
Para narrar esta historia, hay que tener dos intérpretes de poderío como son Naomi Watts y Sean Penn. Son fuertes, convincentes y hacen que toda la coral les acompañe sin perder el compás y con cierta precisión. La película, por otra parte, está dirigida con los pies por Doug Liman, que ya demostró sobradamente en El caso Bourne que lo de manejar la cámara era algo tan extraño para él como un mensaje en arameo sandunguero y que aquí ya parece que directamente está inmerso en el infierno reservado para los beodos.
Por lo demás, la película se deja ver y se resiente de un pulso más pujante porque, siendo una historia de promesas y mentiras, llega a ser cortante pero no incisiva. Tiene aciertos como su falta de maniqueísmo y completos errores de planificación que llegan a ser preludios de biodramina para una narración que requiere sobriedad y algo más de nitidez. Más que nada porque, a pesar de que nos empeñamos en lo contrario, las guerras suelen ser productos de unos malos que quieren quitar de en medio a otros malos y que, por mucha justificación que se busque, no hay razones suficientes para mandar a muchos al matadero sin sentir ni padecer porque la lucha por la supervivencia se dirime a miles de kilómetros de distancia. Y si hay que sacrificar peones por medio de la mentira y de provocar un mortal desgarro a la ética, pues se hace y punto. Total, a los señores que manejan el poder todo eso les importa lo mismo que el hecho democrático. Absolutamente nada. Ah, y gracias por sus servicios, querido mando intermedio. Lo tendremos en cuenta para que usted no pueda rehacer su vida más que mostrando su furia a los que quieran escuchar.
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