Todos los que hemos sido padres, no dejamos de preguntarnos alguna vez qué es lo que guardan nuestros hijos en el corazón. No desvelamos con certeza cómo nos ven, cómo nos sienten y qué es lo que les inquieta. Sabemos que ellos tienen que volar pero creemos que nunca tendrán las alas bien hechas para hacerlo. Y sin darnos cuenta comenzamos a ser extraños que, empujados por la vida, ni siquiera se preguntan cuál es el significado de sus actitudes o el secreto de sus alegrías.
En este caso, para conseguir descifrar el por qué de una voluntad, es necesario un viaje a pie por el corazón del hijo. Hay que sufrir físicamente en un camino que, al principio, se antoja absurdo y solitario pero que es un esfuerzo constante al mismo nivel que los demás compañeros de sendero. Poco a poco, el cansancio comienza a cobrar un sentido inesperado, a ser un elemento que, lejos de separar, une con lazos de piedra a otros viajeros que tienen sus propios motivos para llegar. El reto no es religioso. El verdadero desafío es la fe en uno mismo.
No importa que se hayan hecho determinadas promesas o propósitos porque el objeto de la caminata no es el fin, sino el mismo hecho del andar. Mirar hacia delante cuando hay fuerzas casi vitales que obligan a hacerlo hacia atrás. Seguir aunque el desfallecimiento aparezca en vapores de vino que abruman la moral. Unos van porque quieren volver a crear, otros porque quieren sentir libertad, otros porque pierden y desean aprender que eso no les afecte. Las piedras, con ladina intención, van clavándose cada vez más en las suelas que no dejan de pisar con vigor el suelo. El respeto es la norma. Y así aparece, como caída del cielo, algo que cada vez escasea con mayor frecuencia como es la comprensión. Y eso es un Camino de Santiago que traza sus curvas por una ilusión que parecía extraviada.
Ya hace algunos años que Emilio Estévez sorprendió muy gratamente con una película coral que concentraba a todos sus personajes en torno al asesinato del Senador Bobby Kennedy. En esta ocasión, no cabe duda de que se mueve en niveles inferiores, en culpa por algunas ingenuidades de guión, por algún que otro fallo de rigor e, incluso, por apreciaciones un tanto fuera de lugar pero ahí dentro late el corazón de un director que quiere contar algo con movimientos de cámara elegantes y sencillos, proponiendo ratos de humor y drama, momentos de paisaje y contemplación, instantes de música al ritmo que se hace con el camino al andar. Para ello, cuenta con su padre, Martín Sheen, que hace que el papel le siente como un traje de chaqueta mal cortado y, según avanza el metraje, consigue domarlo hasta ajustarlo como un guante sobre la piel rugosa y decepcionada de un padre que se arrepiente de no haber estado más cerca de su hijo, de la prolongación de sí mismo, de una parte fundamental de su vida que fue empujada por la rutina hasta una cierta indiferencia.
Del resto del reparto cabe destacar, sobre todos los demás, a James Nesbitt, como ese irlandés loco que perdió la pasión por escribir y que encuentra la historia que necesita al saber cómo se deletrea la amistad. A su alrededor, no hay callos incómodos, ni lastimosas rozaduras, ni abandonos repentinos. Hacemos paradas en albergues de un tipismo cultural ya bastante trasnochado pero eso es bastante normal si tenemos en cuenta que la visión proviene de un americano. De ahí parten todos los defectos y todas las virtudes de esta película. Sobre todo con ese acento puesto en el auténtico significado de un viaje por el corazón de alguien que debió estar allí para compartir la pasión por el descubrimiento, por el placer de andar por una calle extraña y encontrar una diferencia que haga sentirse más peregrino en un lugar donde no hubiera límites para el ánimo.
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