Un hombre que ha consumido su vida entre máquinas de hierro y vagones está llegando ya al final de la vía. Ha tenido que echar el freno porque siempre mandan los mismos y, cuando ya no se es rentable, la única salida es por la puerta de emergencia. Así que conduce y espera acabar después de veintiocho años de servicios nunca reconocidos. Nadie le dijo que él marcaba la diferencia. Nadie se preocupó de motivar un trabajo que siempre estuvo bien hecho.
Al mismo tiempo, un joven que no termina de encontrar el rumbo se halla en un cambio de agujas vital porque se olvidó la prudencia y la discreción en algún lugar del camino. No hay muchas salidas para él y cree que, tal vez, si zarandea al destino yendo de un sitio a otro sin parar, no puede haber apeaderos para su desolación. Un error puede marcar. Incluso puede marcar el número que no quiere olvidar. Sólo que no hay nadie al otro lado de la línea.
Son dos traviesas en vía muerta, esperando que pase algún convoy echando chispas y arrojando sobre ellos gotas de grasa que tapen sus vidas ya chirriadas. Cuando ya parece que se acerca la imparable consecuencia surge una oportunidad para la admiración y se lanzan hacia ella porque no tienen mucho que perder. Sólo el rítmico traqueteo del tren que marca el compás ineludible al que marchan sus existencias de acero recalentado.
Y así, con dos caracteres bien dibujados, el director Tony Scott consigue una película de acción estupenda, con momentos de tensión casi maestros, incoherencias que se asumen sin problemas, planos de mérito y, sobre todo, un manejo del tiempo que delata que, de vez en cuando, se convierte en el hermano más listo de Ridley.
No cabe duda de que hay una clara descompensación en el reparto porque Denzel Washington, como es habitual, es un actor solvente, capaz de aportar ironía y humor a lo que ya no tiene remedio, mientras el joven Chris Pine pone cara, ojos azules, juventud e ímpetu pero sigue estando corto de interpretación. Además, Tony Scott no elude acudir a trucos ya conocidos y vistos en películas como El Emperador del Norte, de Robert Aldrich; El diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg; Grupo salvaje, de Sam Peckinpah y, sobre todo, a aquel maravilloso guión de Akira Kurosawa que fue rodado de forma bastante desmerecida por Andrei Konchalovsky bajo el título de El tren del infierno. Lo cierto es que, lejos de ser un lastre todos esos ingredientes bien mezclados con fuerza y ganas dan como resultado una película que, sin querer, pone los dedos en guardia y te agarran crispados al brazo de la butaca, consiguiendo poner un par de puntos de interés sobre el final y jugando con la trampa de hacer que todo sea cada vez más difícil para que todo tenga su sentido.
Cierto es que Scott está mucho más afinado que en esa reprochable versión que hizo del Asalto al tren Pelham 1,2,3 y que, en esta ocasión, está un paso por detrás del tipo que dirigió con apuntes de sobriedad Marea roja y sorprendió dando un giro original a algo tan trillado como El último boy scout pero merece la pena permanecer en el andén y dejarse sobrecoger por un sonido que se mete por los huesos del cuerpo como válido elemento narrativo. Ésta vez, el tren va por vías trepidantes que no tienen ni una sola vía muerta. Todo es una lucha contra el tiempo, ese enemigo temible que traicioneramente se alía con el ingrato destino. Hay habilidad en esa cámara que sabe mirar al más puro cine de acción con alguna que otra ingenuidad que se combina con una crítica feroz a la ausencia de responsabilidades que recaen sobre los que mandan y se dedican a jugar al golf mientras un montón de vidas están en peligro o apuestan por el parche para tapar la catástrofe. Ellos sí que son traviesas en vía muerta y lo peor de todo es que se creen que son imparables.
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