lunes, 8 de noviembre de 2010

ÉRASE UNA VEZ EN AMÉRICA (1984), de Sergio Leone

Una enigmática sonrisa lanzada a través de un velo de encaje y envuelta en brumas de adormidera es el cierre del interrogante sobre el por qué de una traición. La amistad es el valor supremo y nada puede romper un vínculo que parece hecho con traviesas de metal de un puente que lo domina todo. América violenta es la cuna de caracteres que se enfrentan con la ferocidad propia de lobos en busca de presas. Érase una vez una tierra de ensueño que se tornó en siembra de pesadilla.
Un hombre desaparece. Se convierte en el hombre sin nombre pero se nos hurtan treinta y cinco años de huida, de escondite y de acostarse pronto. En el fondo, esa sonrisa enigmática puede que nos esté lanzando el mensaje en clave de que alguien sabe que los muertos renacen y que, tarde o temprano, la muerte aullará en una triste llamada de nostalgia  y de desencanto. Los viejos tiempos nunca vuelven. Sólo quedan los sentimientos y la permanencia de una ética que nunca fue quebrantada aunque fuera la seña de identidad de un sinvergüenza.
A su paso, todo pareció un intercambio de destinos. El inteligente fue adelantado por el jugador de ventaja pero conservó un cierto sentido de la moral. La amistad por encima de todo. Por encima de aquel niño que resbaló y que pagó con su vida. Por encima de tratos con gángsters de metralletas avejentadas de tanto escupir por los labios de fuego. Por encima de mujeres que sólo fueron aves que endulzaron una playa llena de cielo. Los errores se pagan, Noodles. Y tu precio fue la soledad errante. Te convertiste en un navegante de la tierra que nunca llegó a tocar puerto. Te convertiste en apenas un recuerdo y en un recurso para quien consiguió arrebatarte el destino. No mires atrás. No dejes que el pasado te pueda. Esos días no volverán. Ni siquiera tú volverás. Deja la copa y el revólver y dirige tu mirada hacia los tristes días que te quedan. Tan tristes como los que dejaste atrás.
Asomarse al ventanuco de la memoria trae lágrimas en los ojos, golpes resentidos que se quedan bajo la piel a pesar de que desaparece el moratón, viajes por canalladas en las que te dejas vencer por la tentación, días de furia y lujo que entraron por el túnel del tiempo para transformarse en repeticiones incesantes del mismo día. La ascensión cambiada por la rutina. El brillo de las copas y de los diamantes enranciado por el polvo sobre el abrigo, la mirada gris y la certeza de que es mejor no ser nadie que ser alguien con el nombre escrito en letras de engaño.
Sergio Leone firmó su última película sabiendo que muy cerca andaba el sabor de la muerte. Quiso retratar los ladrillos con los que se construyó América, rojos de sangre, marrones de odio y puso a un impresionante Robert de Niro y a un incisivo James Woods como protagonistas de un fresco sobre la historia de un gran país con cimientos de corrupción. Es el mito entrando a saco en la fábula. Es Morricone poniendo pentagramas de una época diluida en el humo que sale de las calles. Es Tonino Delli Colli cazando con la cámara el instante de magia de unos tipos que sólo conocían el camino de la cumbre y uno de ellos quiso saber cuál fue el sendero del abajo. Esto no es cuento. Es la ópera de una realidad que siempre fue drogada por el dinero fácil que supuso una muerte en vida y una vida de muerte.

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