Mark Robson era uno de esos directores intuitivos que, de vez en cuando, nos deparaba algún golpe que rozaba la obra maestra pero siempre sin salir de su categoría de artesano sin vitola de autor. Ahí tenemos muestras tan apreciables como Más dura será la caída, la última y excelente película de Humphrey Bogart, o la maravillosa película sobre la ascensión boxística de un campeón que olvidó los escrúpulos en algún lugar del camino con un Kirk Douglas inspirado en El ídolo de barro o, incluso, la excelente y desconocida película de temática racial y judicial con un eficaz Glenn Ford La furia de los justos.
En esta ocasión, Robson contó con todo para triunfar. Un dúo protagonista que le aseguraba el éxito en taquilla como William Holden y Grace Nelly, apoyados en un Fredric March que nunca en su vida conoció el significado de “estar mal” y un atípico y adulto Mickey Rooney. Sin embargo, Robson no atina del todo con el intento de mezclar, casi a partes iguales, las partes que nos sumergen en el conflicto naval y aéreo y la vida privada del protagonista, seguramente para subrayar la idea de que debemos simpatizar con él. Aún así, partiendo de la meritoria novela de James Michener y con una fotografía más que notable de Loyal Griggs, la película se convierte en un fiel retrato del trabajo realizado por la aviación naval, con escenas de notable realismo y con un punto de vista que se aleja del puramente admirativo para centrarse en un reportaje imparcial sobre unos hombres que, una vez más, fueron a combatir a una guerra que no era la suya.
Y no, no hay que confundirse. La película no es un homenaje a los héroes, sino una constatación de la pura tragedia que es la guerra. En todo caso, es una pintura al queroseno del meritorio trabajo de unos hombres eficaces que distaban mucho del heroísmo pero que, sin duda, eran unos profesionales. Como mera anécdota, podríamos destacar que uno de los pilotos que están al mando de los aviones que surcan los cielos de esta película es Alan Shepard, que pocos años después se convirtió en el primer hombre lanzado al espacio por los Estados Unidos dentro de los programas Apolo y Mercurio.
No es la mejor película que se ha hecho sobre la guerra de Corea. Ese honor lo ostentan La colina de los diablos de acero, de Anthony Mann; y Casco de acero, de Samuel Fuller, pero sin duda es un descriptivo y agradable trabajo que hace que sintamos la necesidad de preguntarnos qué es lo que dejamos en casa cuando tenemos que comportarnos como oficiales. Pongámonos la cazadora de cuero con piel de borrego y seamos uno de esos hombres que, con la vida, sembró el terreno para que otros realizaran sus hazañas.
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