lunes, 10 de octubre de 2011

CIELO NEGRO (1951), de Manuel Mur Oti

Miopita es una flor marchita en medio de un Madrid gris y triste, que hace que sus luces sean acusación y su lluvia un presagio de tristeza. Ella no tiene camino porque ni siquiera los ve. La aguja parece señalarla y el hilo se deshace entre sus dedos. El amor está vedado y la soledad está muy a gusto a su lado. El viaducto, mientras tanto, la mira con su boca enorme, haciendo una mueca de burla y esperando, esperando en silencio con sus cimientos de piedra sólida y siniestra. Debajo de ese puente de desgracias, la nada.
Miopita cree hallar un espejismo al que prefiere mirar porque desea una razón para seguir viviendo. Es tan poquita cosa que quiere vivir unos momentos de felicidad cegándose la visión que pronto será un reflejo donde se almacenaron unos cuantos recuerdos. Más vale tener ilusión durante un par de horas, soñar que se es una princesa, cantar una melodía tan ajada como las paredes de su casa y fingir, fingir que se tiene todo en medio del gentío. Y ella, por no tener, no tiene ya ni dignidad.
Miopita prueba el agrio sabor de la vergüenza. Cuelga en la percha su futuro sin mañana y sale por la puerta para buscar algo nuevo. Unas cartas que recuerdan a Cyrano, escritas por un poeta sin pluma, que se vende por unas ensaimadas. Es el hambre, Miopita, que es el peor de los jueces. El cariño de su madre, ya no sirve de mucho porque todo huele a naftalina en una casa construida con la memoria y que sólo tiene flores imaginadas. En el engaño no está la felicidad. Eso es sólo un aplazamiento para caer derrotada ante la verdad. Y la verdad, Miopita, es que estarás sola. Tan sola como las gotas de una tormenta que golpean con fuerza la piel de los transeúntes, como queriendo llamar la atención y recogiendo la indiferencia. Todo es gris. El viaducto espera.
Miopita cree que, ya que ha estado dispuesta a engañarse a sí misma durante todo el tiempo, qué más da si crea otra ilusión para que su madre muera en paz. Paga al muerto de hambre y ya está. Después de eso, los cristales se rompen, los ojos se cierran, más vale acabar ¿verdad Miopita? Acabar rápido y enseguida. No sea que la ciudad se arrepienta y pase del negro al azul con un rayo de esperanza. Cualquiera. Una señal. Lo que sea. El viaducto parece reírse al son de la lluvia. Juntos ofrecen la paz. ¿No lo ves, Miopita? No, no lo ve.
Miopita emprendió una carrera entre la lluvia para hallar un pequeño aliento de aire entre las calles de una ciudad que parecía ahogar lo pequeño, lo indefenso, lo despreciable. Y Miopita no tendrá muchos lugares a donde ir. Más que nada porque la comparación no es una respuesta, es un consuelo. Y el consuelo es una ensaimada bien mojada en un café con leche que sólo hará que mañana, al día siguiente, se vuelva a pasar hambre.

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