“He escrito una carta a mi papá. La dirección es el cielo. He puesto el sello con besos. He escrito una carta a mi papá para decirle que le quiero”. Eso es lo que canta la niña. Eso es lo que canta la vieja. Entre medias, el oro y el esplendor del éxito del Hollywood de los años treinta dan paso no sólo a la decadencia física, sino al agarradero de la gloria efímera, al encierro en la ratonera, a la tortura moral y física, a la psicopatía desenfrenada, al títere con cabeza que asesina cruelmente pues una vez que se prueba el éxito es muy duro dejar de tenerlo y aún es más duro dejar de tenerlo por comparación.
En el gran guiñol de una casa que supura lo anticuado, el físico patético de lo que un día fue bonito e intenta mantenerse ridículamente, se sucede la envida ultrajada, la aparición de un ingenuo que cree que allí puede sacar algo más que el olor a rancio, el asesinato que desata la locura, el regreso a la mentalidad de niña cuando los problemas se acumulan en una vida que ya las ha olvidado. Bajo el foco de una luz blanquecina, el títere adquiere las arrugas de la imperfección ajada y corrompida adentrándose en el macabro escenario del horror y de lo grotesco. Bailar sobre sí mismo es el escenario improvisado de las miradas atónitas mientras se agoniza por la inanición de los celos revestidos y acorazados con la brutalidad más pervertida.
¿Qué fue de Baby Jane? es una historia que no deja concesiones. Es una película terrible con un rodaje terrible (la enemistad de Bette Davis con Joan Crawford traspasó los límites de lo tolerable con Robert Aldrich ejerciendo de árbitro en un partido que había comenzado treinta años antes). Es posible que, vista hoy, pueda ser considerada como una más de viejas estúpidas jugando al “horrorízame” que, más tarde, se pondrían de moda en los sesenta y setenta en una especie de asilo bien remunerado y mal reconocido para las viejas y gloriosas estrellas de edad poco asimilable. Pero ¿Qué fue de Baby Jane? fue la primera de todas ellas. La que nos enseñó la dureza del olvido de la fábrica de sueños. La que nos volvió el pensamiento turbio porque quizá nos hizo creer que en el algún rincón de nosotros mismos tenemos guardada esa maldad de casa de muñecas. No la dejamos salir pero está ahí, dispuesta a convertirse en lo más grotesco, en las espinas de la iracunda venganza punteada con la inmundicia del fracaso. El éxito, aún sin tenerlo, es un monstruo insaciable que puede devorarte hasta las podridas entrañas de tu propia muerte.
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