Muestrario de las bajezas más feroces que esconde el ser humano aparentemente más equilibrado, Happiness ha pasado por ser una de las películas más idolatradas por cierto sector del público que ha visto cómo las rarezas y la marginalidad están presentes en todas las vidas, incluso las más respetables.
No deja de ser curioso que alguien decida hacer una película que haga de su máxima el “mal de muchos, consuelo de tontos” y convierta a un empleado informático en un degenerado incapaz de relacionarse con el sexo opuesto, a una inofensiva y obesa vecina en un asesino despiadado, a un psicólogo en un enfermo sexual que coquetea seriamente con la locura, a una artista en una ninfómana preocupada por buscar pareja a los miembros de su familia, a un niño en edad púber cuyo único afán en la vida es llegar al clímax sexual, a una ingenua en una chica perdida entre hombres tan frustrados que dan ganas de salir a la ventana y gritar tu normalidad. Alguien, con más inquina que razón, podría decir que, en el fondo, lo que me escuece de esta película es que hurga en heridas costrosas que yacen en la última capa de nuestra personalidad. Cinematográficamente hablando, es una película que juega con la contraposición permanente entre una realización sobria y elegante, armónica y con una banda sonora que utiliza la música clásica más tranquilizadora para compensar la terrible hiperrealidad que pretende mostrar, con mentes absolutamente enloquecidas que, sin embargo, aparentan la vida ordinaria, intentando extraer lo peor del ser humano para ser, sencillamente, una historia diferente de vidas cruzadas. A algunos gustará, a mí, no. Entre otras cosas, por lo evidente.
Por otro lado, y en el aspecto meramente narrativo, me parece mucho más válido el desmontaje del sueño americano que realizan otros realizadores que ya me dan a entender la degeneración imperante del estilo de vida basado en las casas preciosas y el jardín como una alfombra. Podríamos mirar, con admiración, el vistazo demoledor que Robert Altman echa a las Vidas cruzadas o el repertorio de suciedad de la clase media, no exento de ciertas depravaciones que realiza Sam Mendes en American Beauty. Lo cierto es que, para cualquier espectador medianamente inteligente, no es necesario reunir tal serie de personajes paseando por el mismo vacío del exceso moral para darse cuenta de que esa gente existe, ha existido y existirá y que todos conocemos a alguien que ha hecho algo parecido. Otra cosa es que lo aprobemos, sea digno de nuestra compasión, de nuestra comprensión y, mucho menos, de un comentario revestido de cierta dignidad o justificación.
No. Happiness no sólo no me gusta, sino que me parece una película demasiado evidente, falta de elegancia a pesar de la pureza de sus imágenes, propia de unos cuantos que se sienten mejor al verla. Algunos, tal vez, nos sintamos estafados por la simple razón de que hacer una película así, es demasiado fácil.
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