Cuando una crisis aparece nunca pierden los que más tienen. El método será hundirse con los bolsillos llenos y prescindir de la cuestión de conciencia. Y si alguno de los implicados tiene una carga tan pesada, será mejor que la entierre dos metros bajo el suelo porque lo único que vale es el dinero, un pedazo de papel con foto que evita que los hombres tengan que matarse para conseguir comida. Si la negligencia ha sido la causa, hagamos a todo el mundo responsable.
La mecha se prende cuando se despide a la persona equivocada. Alguien que es de competencia demostrada e intuye que se está gastando más de lo debido, que una empresa financiera está al descubierto y que sus inversiones tienen mucho más riesgo del asumible porque ha habido una masificación hipotecaria. Si la gente quiere comprarse un coche caro y no tiene dinero para pagarlo, es culpa suya. Si una empresa quiere pagar sueldos millonarios y no hay de dónde, sólo se necesita vender, despedir, liquidar y a otra cosa. Es el capitalismo salvaje. Es la moral extraviada. Es la nada a ras de suelo y el poder en los océanos de cristal de los rascacielos.
Y la caída es inevitable. La decisión de unos pocos influye en millones de personas, en universos enteros de economías domésticas que vuelan por los aires mientras nunca falta el deportivo, el traje caro, el lujo inútil y la casa con un jardín del tamaño de un campo de fútbol. A eso no se renuncia. Que renuncien los demás. Y si, por casualidad, hay que prescindir de alguna cabeza para contentar a los furibundos inversores, la tragedia es para el condenado que no podrá llevar el tren de vida a toda velocidad y deberá acostumbrarse a vivir a ritmo de utilitario.
Con todos estos mensajes detrás de una quiebra, J. C. Chandor realiza una historia eficaz, algo confusa y lenta para explicar los inicios de la crisis que, sin lugar a dudas, ha seguido siendo un negocio para los de siempre. El reparto de extraordinaria eficacia ayuda a que la sombra de Lehmann Brothers se haga aún más grande y, por qué no, un poco más espantosa ante la carencia de escrúpulos de los que manejan los hilos. Entre ellos, cabe destacar al excepcional Jeremy Irons, infernal en sus planteamientos, terrible en sus apariencias y diabólico en sus resultados; al maravilloso Kevin Spacey, charlatán de miradas de palabras cortas, que maneja su cuota de dominio con tintes de cinismo pero que llega a un límite llamado ética; y al muy intenso y eficaz Paul Bettany, personificación del listo de toda oficina que jamás verá la calle desde el otro lado de la cristalera. Juntos conforman toda una conspiración para llevar a cabo la vieja máxima del Principe de Salina de Giuseppe Tomasso di Lampedusa en El gatopardo: “Hay que cambiarlo todo para que todo siga igual”. Y no duden que eso será lo que ocurrirá.
Bien es cierto que no es muy descifrable para el público la utilización de sentencias como “índices de volatilidad”, “permanencia contable de activos de dudoso riesgo” o “inversiones hipotecarias de entidades financieras sin liquidez inmediata”. Lo único que hay que tener en cuenta es que si se gasta más de lo que se ingresa, el resultado es la ruina. Pero la ruina para los trabajadores, siempre absolutamente prescindibles. Lo más seguro es que el individuo mejor trajeado, el que prevé los movimientos de mercado, el que amasa una fortuna mientras da cuenta de su almuerzo, no sólo no pierda su empleo si no que, a pesar de comportarse como un auténtico ratero de tres al cuarto, seguirá gozando de respetabilidad, de prestigio y de admiración en este mundo de cemento y sombras y de excesos aún no saldados.
Así pues que los mercados financieros sigan marcando el rumbo. Pronto no quedará nada para repartir porque todo lo que se pueda tener, estará acumulado en muy pocas manos. Y alrededor de ellas, habrá unos cuantos lacayos que pondrán la astucia como moneda de cambio. Usted y yo sólo tendremos derecho a ver cómo nuestras carteras siguen vacías.
2 comentarios:
No sé si quiero ir a verla. No me han hablado bien, sospecho que puede ser una especie de puesta al día de "Glengary Glen Rose" que era por cierto magnífica. Pero las cosas han cambiado tanto desde entonces. Por cierto, genial vuestro último conversacines como he dicho también en su blog.
Por supuesto que la sombra de "Glengarry Glen Ross" es muy alargada (las letras de David Mamet son más que cualquier otra cosa) pero no es tan "humana". Mientras allí se preocupaban de las preocupaciones por mantener un empleo aquí se habla de todo lo contrario: de las preocupaciones por liquidar una gigantoempresa financiera con el mayor beneficio posible. No hay una introspección de los personajes (punto fuerte de la historia de Mamet). Aquí, los protagonistas se mueven dentro de un edificio siniestro, iluminado por los ordenadores y enfundados en trajes oscuros lo cual le da un aire shakesperiano a todo el asunto y más si hay reputados intérpretes del bardo como Irons y Spacey. Ellos dos están excepcionalmente bien (aunque decir esto no es un mérito de la película. Cuando vas a ver una película con este reparto, lo mínimo que le puedes pedir es que estén excepcionalmente bien) y Paul Bettany también, demostrando que puede sobrevivir lejos de rayadas divinas y angelicales y vampíricas. Hay sombras de "Glengarry" pero no crece la película en la misma dirección. No está mal. Su mayor defecto es, precisamente, que el público no avezado no entiende demasiado lo que están hablando por eso yo lo he simplificado de forma que se pueda entender, sin menosprecio alguno, por supuesto.
Gracias por escuchar el coloquio de "Conversacines". Estuvo muy bien. Hubo mosqueos y todo pero creo que disentir es algo inherente a la opinión sobre el cine. Y el que no entienda eso, que trabaje para una entidad como la que sale en "Margin call".
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