miércoles, 14 de noviembre de 2012

CUATRO TÍOS DE TEXAS (1964), de Robert Aldrich

Siempre he sospechado que esta película, más que una película, fue una juerga. Nacido como proyecto personal del jefe del Rat Pack, Frank Sinatra, parece como si él y Dean Martín hubiesen querido rodearse de bellezas de quitar el sentido como Anita Ekberg y Ursula Andress y pasar una buena temporada interpretándose a sí mismos, echándose unas risas, cogiendo con ganas arrogantes cuellos de botella y tirando unas cuantas carcajadas como signo inequívoco de que tampoco se tomaban a sí mismos demasiado en serio.
Lo más extraño de todo esto es que cogieran a un director como Robert Aldrich para dirigir la fiesta cuando estaba recién salido de un éxito de talla como el de ¿Qué fue de Baby Jane? y que, además, no poseía dotes cualificadas para hacerse cargo de lo que, en principio, parecía una comedia basada en el encanto de sus intérpretes y con un dorado disfraz de película del Oeste.
Sin embargo, Frank Sinatra podía ser muchas cosas pero de ninguna manera era tonto. Trasladó esa rivalidad que existía en la vida real (parece ser que el único miembro de su pandilla de amigos que no se plegaba a sus deseos era Dean Martín y eso hacía despertar la admiración de Sinatra hacia él, a la vez que una cierta envidia) a la historia que nos cuentan en esta ocasión y nos encontramos con un par de amigos que, con agudeza y arrebato, se enfrentan en el juego y en las mujeres (y qué dos mujeres) y, sin más armas que el encanto, sale una película agradable y ciertamente civilizada, con momentos realmente divertidos en los que parece que somos los encargados de la barra mientras mezclamos cócteles, encendemos cigarrillos ajenos y reímos chistes de sonrisa irónica delante de un espejo en permanente estado de peligro. Eso, por otra parte, conlleva también la crítica de la autocomplacencia en la que cayeron ambos protagonistas, creyendo que su estilo de vida era el más codiciado por el resto de la humanidad y que su  humor era tan irresistible como las curvas de esas dos mujeres que, por una vez déjenme ser hombre en el peor sentido del término, hacían que la vista fuera el más preciado de los sentidos.
No hace falta señalar que, siendo uno de los proyectos que Sinatra llevó a cabo en compañía de sus amigos, carece de la clase que emanaba el que, tal vez, fuera la mejor película que hicieron juntos como La cuadrilla de los once, de Lewis Milestone; pero a esa falta de elegancia, se la suple con unas cuantas jarras bien tiradas de testosterona, que, llevadas al límite, nos llevan a la certeza de que tanto Sinatra como Martín rodaron unas cuantas escenas con unas copas de más. Pero eso ¿qué importa? Lo importante es abrir los ojos con el sonido despertador de unos cuantos cubitos de hielo y darse cuenta de que, aunque se esté al servicio de otros, siempre hay una sorpresa en los paquetes que nos regalan el gato y el ratón. El problema es diferenciar uno de otro. Yo me pido ser Dean Martín.

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