Quizá hubo un día en que el idealismo estaba presente. O tal vez no. Tal vez fuera tan solo el deseo íntimo de la envidia, de querer vivir mejor, con las mejores mujeres, con vajilla de porcelana, con una cabaña de caza donde ir un fin de semana sí y otro no. El caso es que la caída fue demasiado dura. Desde un bufete hasta la misma calle, con una cartera llena de muestras de perfume y alojado en un cuchitril que asustaría a un mendigo. Ahí es cuando la mirada murió. Porque dejó de haber esperanza. Porque los sueños se acogieron al exilio. Porque se quiso trepar y no se pudo llegar.
De repente, un antiguo amigo de la Facultad de Derecho. Un pesado, un diletante, un tipo caprichoso que dirige su ánimo de veleta a la dirección que toca. Una mujer que hace recordar que un día pudo tener chicas con clase, con estilo, con dinero. Una de esas que hace con una mirada lo que no pueden hacer otras veinte a la vez. El amigo tiene un plan. Pero los planes se tuercen. Más que nada porque siempre hay alguien que es más listo.
Las calles de Madrid son oscuras y viejas. Su olor a polvo de acera parece incrustarse en las ropas cansadas. El irritante sonido de las copas de los bares de tres al cuarto indica el trasiego de la decepción cuando cae la noche piadosa. Todo está lleno de historias que a nadie interesan, de oídos que solo escuchan sus propios pasos, de ojos que solo quieren cerrarse a la espera del día siguiente. Hasta el plato desnudo, tapado con una tenue cortina de sopa, parece gritar su desesperación. Solo la astucia puede sacar del hoyo al que es de todo menos mediocre. Pero siempre hay alguien que es más listo. Siempre hay una mirada que te supera en decepciones, en desolaciones, en cansancios vitales, en nadas acumuladas. Y lo peor de todo es que ese alguien no tiene ningún reparo en arrastrarte.
José Luis Sáenz de Heredia dirigió esta espléndida película según el guión del gran Carlos Blanco, demostración evidente de que el cine de género también tuvo su sitio en España, de que se podía hacer y de que se podía hacer muy bien. Raf Vallone otorgó cuerpo y derrota a ese personaje que quiere estar arriba y que, sin embargo, pertenece a muy abajo. Listo, astuto y refinadamente ladino, el abogado que vende perfumes baratos de puerta en puerta parece un reflejo deformado de todos nosotros, que tanto ansiamos escalar posiciones por el mero egoísmo de sentirnos triunfadores. Y detrás del triunfo, siempre se halla algo turbio, algo no demasiado honesto, algo que se convierte en soportable porque se olvida el punto débil y reprochable en el que se apoyó la ambición. El relato negro de un crimen bien planeado es el ejemplo perfecto para decir a la cara de todos que el éxito no depende necesariamente de alcanzar lo que no se tiene, sino de apreciar lo que te rodea. Por eso, porque hay ojos que siempre quieren más y hay ojos que solo quieren quedarse, los ojos dejan huellas.
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