Es tarea casi imposible rechazar lo que es una invitación al asesinato en toda regla. Sobre todo si uno de los invitados es Sherlock Holmes en compañía del bienintencionado Doctor Watson. Alrededor de ellos se mueve una inquietante atmósfera de penumbra e interrogantes difíciles de responder. Parece incluso que el blanco y negro son los colores ideales para dibujar las sombras del crimen que, en esta ocasión, se halla agazapado en más de una esquina. Y esa incertidumbre se halla siempre rasgada por el saludable sentido del humor de Watson, portador de ideas sin formular que riega, de vez en cuando, el demasiado ocupado cerebro del más célebre de los detectives.
Como es habitual en sus películas, Sherlock Holmes nos plantea, nos razona y nos resuelve el misterio en apenas 68 minutos. Y al acabar parece que uno quisiera que estas películas (que llegaron a ser catorce) hubieran sido más trabajadas, más inmersas en la neblina de la creación porque, luego, saben a poco, a muy poco. Y no porque la trama, el argumento, los protagonistas o la puesta en escena anden por el camino del error sino porque uno desearía que se prolongara un poco más el suspense y se nos concediera algo más de tiempo para ponernos a la altura del tipo de la pipa y del razonamiento impecable.
En esta ocasión, además, hay algo que juega muy a favor de la película y es la inspiración directa de la novela de Arthur Conan Doyle La casa vacía, algo que no ocurría con todas las películas de la serie y, en este caso, hay un cierto estilo a la hora de llevarnos al salón de nuestras casas el crimen, el misterio y el castigo en el que Holmes se mueve como inglés bajo paraguas. Entre pista y pista, se halla el increíble deleite de comprobar que es una historia apta para todos. Para los niños que sueñan con ser policías, para los padres que sueñan con ser niños, para las madres que sueñan seducir y para los abuelos que sueñan con el sueño siempre escapista. Así que aquí dentro, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo, hay entretenimiento grabado en planchas de suspense trepidante, hay diversión asegurada en medias sonrisas de agudeza, de listeza y de inteligencia de salón, hay un malvado Profesor Moriarty interpretado por Henry Daniell que puede ser la perfecta encarnación de la maldad más recalcitrante y hay agujeros en el dilema que pasamos por alto porque, al fin y al cabo, aquí lo que importa es atrapar al culpable. Y es que todos soñamos con poseer la inteligencia como para ser respetados por ella. Es una sensación que siempre me ha acompañado viendo todas las películas del insigne personaje.
Ah, y no levanten el dedo para decir nada. Puede que pasen a formar parte de un puzzle de carne y hueso. Es el precio de ser un testigo demasiado hablador para un crimen.
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