La turbiedad de las personas es como las alas de un cuervo en una ciudad de provincias. Se despliegan con la maldad y la maledicencia. Son traicioneras y oscuras. El cuervo observa y emite su graznido de desprecio hacia la hipocresía. Todos tienen algo que esconder. El cuervo quiere destapar todo eso porque no tiene nada que perder. Quiere poner en evidencia que incluso las mentes tan respetables de los poderes fácticos son vergüenzas mordidas por el diablo. La gente se escandaliza y murmura. Las cartas envenenadas con la firma del cuervo parecen murales grotescos en la escritura y la expresión. Hay ironía en todas ellas. Siempre un adjetivo que significa justamente lo contrario. La gente susurra por los rincones. El gris se impone en una ciudad que tiene demasiados secretos. El cuervo lo sabe todo. El cuervo lo mata todo.
Solo un médico parece estar empeñado en descubrir quién se esconde tras el ave. Tal vez porque tiene demasiado dolor a cuestas y los sentimientos están blindados. Nada puede hacerle daño. Da igual quién sea el culpable de esta revolución silenciosa, de este silencio a gritos que corroe las entrañas del vecindario. No importa que sea su amante, su paciente, su alumno o su maestro. Hay que desenmascarar la misma hipocresía que se esconde bajo las plumas negras del desprecio. Más que nada porque está seguro de que el cuervo tiene algo que ocultar, como todo hijo de vecino, como todo mentiroso instalado en la rutina.
Sin embargo, entre todas las letras de infamia que surgen de la verdad, siempre hay algo que se escapa, que no está previsto. Quizá el eslabón más débil y el más inesperado sea el único capaz de hacer justicia. Quizá sea una sombra que se desliza por las paredes de cal inundadas de sol y de envidia, de inquina y de soberbia. Se arrastra por los adoquines duros de la indiferencia y también hay mucho dolor en la nada que queda. Es terrible que, detrás de todo ello, haya un gesto de desidia, de desinterés, de misterio que a nadie importa, de lujuria deprimida, de espantapájaros movido a capricho por el viento.
Henri-Georges Clouzot dirigió El cuervo en plena ocupación alemana de Francia. Muchos le han acusado de hacer una película, que a través de una brillante parábola, veía con buenos ojos la ocupación nazi. La Resistencia parecía ser puesta en solfa a través de los anónimos que denuncian a los colaboracionistas. Y no les faltaba razón. Y aún así, un cineasta tan alejado del nazismo como Otto Preminger dirigió años después una versión bajo el título de Cartas envenenadas porque sabía que Clouzot había hecho una obra maestra. Y es que, si nos fijamos con detenimiento, podríamos llegar a la conclusión de que también valdría la lectura contraria. El pueblo francés contra quien acaba con la libertad, forma parte de la misma hipocresía que envuelve a los protagonistas porque el mayor asesino, el que no tiene piedad, el pájaro que picotea el sembrado de la honradez siempre turbia es el mismo cuervo. Basta con mirar de otra manera.
2 comentarios:
muy buena, la dieron en INCA TV
Me alegro de que te haya gustado. Hay versión estadounidense dirigida por Otto Preminger e interpretada por Charles Boyer con el título de "Cartas envenenadas"
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