Corre, estúpido, corre. Huye de tu pasado y esquiva tu futuro. Alguien te persigue. Tal vez un fantasma, quizás unos cuantos exaltados que quieren volver a emprender la aventura del totalitarismo más fanático. No importa porque lo tuyo es correr. Encuentra a la chica y corre. Huye de tu hermano y corre. El flato se instala en tu interior porque quieres cansarte, agotarte, exprimirte, arrasarte. Todo es una traición de la cual debes escapar. Y tu única solución es correr, aunque pierdas algún diente por el camino u olvides la dignidad en el fondo de una tesis. Ellos no tendrán piedad. Corre porque, si no, no volverás a andar nunca más.
Y tuviste la felicidad a tu alrededor pero no te diste cuenta de ello. Solo te faltaba cortar la cinta que te ataba con el pasado y ahí hubieses partido a la velocidad del rayo hacia los sueños y la estabilidad. Un futuro brillante. La inteligencia como arma para que los días fueran vencidos. Pero ese maldito pasado, esa bala que entró en la cabeza de tu padre aún sigue su trayectoria en la tuya. Tienes que correr para alejarte de eso, para darte cuenta de que la persecución aún existe, de que tu única salida es ir hacia delante.
La chica se deshace entre tus manos. El maratón de Nueva York está ahí, a la vuelta de la esquina, desafiante, diciéndote con una sonrisa burlona que no lo conseguirás. Y corres, corres. Más allá de la extenuación. Más allá de la razón para encontrarte con un mundo de oscuridad y torturas, de ambiciones y principios. Son los que se pondrán a prueba cuando tengas que hacer frente a los caballeros que llevan la cruz gamada tatuada en la conciencia. ¿Estarás a salvo?
Mira bien detrás de ti mientras corres, porque un viejo de pelo blanco conseguirá hacerte sentir el miedo que sintió tu padre. Y no le hará falta correr para alcanzarte. Le bastará con un torno de dentista, le sobrará con una pregunta repetida hasta la saciedad. El asco te va a corroer, muchacho. Tanto que, tal vez, tus pies ya no te respondan y no podrán poner tierra de por medio. La maratón no es una carrera. Es la misma vida, con sus pesadas mochilas, con sus momentos caídos, con sus inconvenientes y con una pesada sensación de que, poco a poco, las suelas de las zapatillas se van gastando.
John Schlesinger dirigió esta espléndida película con un Dustin Hoffman en uno de los mejores papeles de su carrera. Detrás de él, Laurence Olivier, terrorífico e inquietante con tan solo una mirada llena de frialdad diamantina; Roy Scheider, puro misterio en el transporte de lo más prohibido para los más crueles; Marthe Keller, quizá la más floja de todo el reparto, sensualidad suiza en medio de las calles de un Nueva York laberíntico y tramposo. Y, al terminar, tenemos la sensación de que las piernas duelen, de que el corazón va a cinco mil por hora, de que falta oxígeno entre los poros de nuestra piel. Tal vez sea la sensación de que el pasado va a venir a nuestro encuentro…solo que no va a ser nuestro pasado.
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