Ser la niñera de una estrella de cine no solo es un placer sino toda una responsabilidad. Y si cabe, más aún si tenemos en cuenta que el sujeto en cuestión es un mujeriego, pendenciero, borracho y mentiroso. Eso, al menos, por un lado. Por el otro…rayos, es un tipo encantador, con clase, con mucho aplomo, con una gran experiencia. Eso sí, supura miedo. Tal vez por eso bebe. Es capaz de bajar a una casa humilde y soportar los embelesamientos que provoca en todo un vecindario y mantener la sonrisa, ser un sueño de hombre que no deja de divertirse con toda esa gente que ve en él a un inmortal espadachín que ha encarnado a un buen montón de héroes y, por supuesto, ha representado todo lo que los simples plebeyos han querido ser. Con beso incluido al final, por supuesto. Y luego, sin comerlo pero bebiéndolo a gusto, se transforma en un hombre que no ve más allá de unas faldas al vuelo, que arma la de Dios en casa de ateo, que desprecia todo lo humanamente burgués a pesar de que es uno de ellos. Y eso sí, tiene un pánico cerval al directo en televisión. Al fin y al cabo, como bien se encarga de remarcar: “Yo no soy un actor, soy una estrella”.
Lo del pánico, sinceramente, sería pecata minuta si no fuera porque estamos en el año 1954 y la televisión que se hace, en su mayor parte, resulta que es en directo. Curioso ¿verdad? El fulano en cuestión tiene que hacer, una vez más, de espadachín de filo en guardia con una camarilla de amigos…y no puede hacerlo porque tiene más miedo que la reina Ana en el excusado. Estos actores…perdón…estas estrellas…
Y así, un actor habitualmente serio y entregado a papeles llenos de trascendencia como Peter O´Toole nos regala un personaje loco y maravilloso, entregado a hacer de la vida, una comedia. Suya es la genialidad y el exceso que rebosa en una película que nos traslada al encanto de los años cincuenta, al inicio de ese extraño invento que era la televisión, a la farsa continua que representaban los actores que apenas habían tenido otra formación que la de entrar en un negocio que reportaba millones, a la fascinación de la gente por esos rostros que les transportaban a otras épocas y a otros lugares. Al final, por supuesto, y de alguna manera misteriosa, el cine se encuentra con la televisión porque ambos se dedican casi, a lo mismo. Bueno, vale, he errado al utilizar el tiempo verbal. Ambos se dedicaban casi, a lo mismo. Ahora ya es otra cosa. Ya no hay esas estrellas fascinantes que cautivaban con unos gestos llenos de clase por muy impregnados que estuviesen de alcohol. Todo eso ha sido reemplazado por el glamour y unas cuantas dosis de falsedad. A pesar de que esa estrella que interpreta tan maravillosamente Peter O´Toole esconda sus debilidades en un montón de botellas de whisky, destilaba en la última gota más verdad que todo lo que nos venden ahora. Por eso, 1954 fue el año favorito de mucha gente que conseguía realizar en la vida una pequeñísima parte de lo que conseguían ver en la pantalla.
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