Haciendo un esfuerzo sobrehumano podríamos recordar aquellas comedias que fueron protagonizadas por Rock Hudson y Doris Day a principios de los años sesenta y que dieron comienzo a un subgénero que se conoció en todo el mundo como “comedia de teléfonos blancos”. La fórmula de aquellas películas, de las que podríamos destacar algún título como la fundacional Confidencias a medianoche, Pijama para dos o No me mandes flores era muy sencilla. Se trataba de enaltecer como la puerta de la felicidad a aquellos años, vendiendo un estilo americano de vida que se acercaba mucho al ideal revestido de plástico, con un enredo amoroso de por medio (a elegir entre matrimonio que comienza a tener problemas por la evolución personal de la mujer o pareja que inicia un romance con pinta de normal y que suele descolocar al hombre por las particularidades de carácter que muestra la fémina) y con un amigo que solía ser testigo de todo el lío y desempeñaba, además, el papel de donaire.
Por lo demás, todo es igual. El chalet ultramoderno de las familias americanas se transforma en el caserón con olor a madera vieja y pisada crujiente, el tipo es encantador aunque algo obsesivo, la chica es pura delicia, con torpezas propias de una fémina que no está nada segura de sí misma hasta que encuentra que su destino y su habilidad esencial consiste en escribir a máquina. El amor aparece. Y ya para coger bien el teléfono blanco por los cuernos, ponemos unos cuantos campeonatos de velocidad mecanográfica para añadir una historia mil veces contada, dos mil veces vista y tres mil veces eficaz. Los trazos cómicos son ligeros, la historia es leve como la pluma, los tópicos se suceden uno tras otro, sin perder de vista el manual para la perfecta comedia intrascendente y con dos aciertos destacables como la ambientación, creíble y muy ajustada, y el muy inteligente uso de la banda sonora que combina con sabiduría el jazz, la canción más puramente comercial de los sesenta, la tontería de moda y la versión sorprendente de alguna vieja conocida. Además, y esto también es una virtud, hay un homenaje evidente a Vértigo, de Alfred Hitchcock lo cual confiere algo de categoría a la secuencia en cuestión porque se eleva con clase y buen gusto por encima del conjunto de la película.
El resultado es que se deja ver. Sin grandes pretensiones, con la intención de pasar el rato soltando una o dos carcajadas y unas cincuenta sonrisas indulgentes con el mérito principal de ser una película europea que imita sin vergüenza una receta americana. El resto son teclas, miradas asesinas, más teclas, la aparición de los odiosos villanos que intentan aprovecharse vilmente, unas cuantas teclas más, interpretaciones aceptables, que huyen de la estridencia y se centran en la anécdota de todo y, además, teclas.
Así que ya saben, hagan un poco de gimnasia de dedos para aumentar la elasticidad, dejen que las manos retengan la memoria de las letras del teclado porque, si hay que ser sinceros, esta película tendrá un recuerdo fugaz, apenas nada, en forma de rato agradable y curvas de tonto amor.
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