La corrupción del alma representada en un cuadro que funciona más como espejo que como muestra de un hedonismo que casi es un pecado. El cinismo como forma de vida en una vida entregada al ocio y al placer mientras se juega con el destino de otros agujereando sus sueños, pudriendo sus esperanzas, aletargando sus inquietudes. El diálogo fluye como si fuera un libro y, sin embargo, el retrato está ahí, poniendo en evidencia hasta qué punto se puede destrozar el alma, revelando todos los secretos, poniendo en fuga todas las virtudes. Es Drácula que bebe de la eterna juventud de la carne mientras se muere de sed en la irremediable vejez del espíritu. Las arrugas delatan las faltas, los ojos inyectados de ira y de maldad parecen exhalar el odio que, gentilmente, se esconde detrás de los caros trajes de etiqueta. Y todo bajo la mirada de un gato que enciende su hechizo para demostrar que la juventud tiene que pasar, que cada época posee un encanto que merece ser vivido, que la podredumbre de nuestros malos actos se cierne sobre la oscuridad de nuestros pensamientos…porque todos somos malos por elección.
El amor aparece pero no es más que un elemento para asegurar la posición social. No hay pasión porque se ha intercambiado con la languidez. Esa pasión se ha utilizado para hacer daño, para exterminar todo aquello que separa el placer de la obligación, para ahogar cualquier acto de solidaridad, o de amistad, o de piedad. Ahí está, en el cuadro, infectando la carne dibujada, otrora hermosa, revelando la verdadera naturaleza del retratado, dejando las huellas imborrables de la levedad egoísta, de la huida continua, de la ambición por una juventud que se ha instalado para ser derrotada.
Mucho más allá de versiones modernas que se han quedado en el simple relato de terror adornado con recursos efectistas que harían sonrojar al propio Dorian Gray, Albert Lewin, uno de los directores malditos que fabricó Hollywood, creó una atmósfera inquietante en el Londres de finales de siglo para pintarnos con las letras de Oscar Wilde y decirnos bien a las claras que, lo que vemos en el espejo, no importa porque la verdad se halla en ese retrato que va almacenando todas nuestras inquinas, nuestros desplantes, nuestros desprecios, nuestras ruinas. El ser humano, bello por nacimiento, es un experto en afearse con sus actos y volverse un monstruo que queda inmortalizado en algún lugar de nuestro interior con las heridas causadas y los destinos destruidos. La juventud huye a galope de todos nosotros y es un instrumento fundamental para nuestro aprendizaje como hombres…si nos parásemos en ella, sencillamente, jamás llegaríamos a serlo. Como Dorian Gray (interpretado por Hurd Hatfield, visto más tarde en Memorias de una doncella, de Jean Renoir o en Rey de reyes, de Nicholas Ray en el papel de Pilatos) que decide apresar su momento para no vivir ningún otro y arrasar cualquier obstáculo que se ponga en su camino. Tal vez como muchos que, ahora, dejan resbalar las monedas entre sus manos mientras otros, con su hambre y su sufrimiento, dejan su alma inmortalizada en un cuadro donde aparece la putrefacción, la corrupción, la muerte de la conciencia y el egoísmo que no para de crecer en la carne maloliente, llena de pústulas y de llagas, mandando al infierno toda la belleza.
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