martes, 14 de enero de 2014

EL MANANTIAL (1949), de King Vidor

Un edificio es como una enorme escultura en la que nadie tiene que poner la mano. Tal vez porque la arquitectura no es un oficio sino un arte. Y pocos se dan cuenta de ello. Los amantes de la industria de masas, los mediocres, los potentados que prefieren ir sobre seguro son los que arremeten en contra de la creatividad y del individualismo. Todo tiene que pasar por el filtro de lo comúnmente aceptado. Así, adocenando las opiniones del pueblo, se puede controlar el brote revolucionario que siempre aporta lo nuevo.
No importa bajar escalones si con ello se consigue coger impulso para llegar más alto. Y la meta no es la mitad de la cúspide, ni la cercanía. Es la misma cima. Para ello, no hay más remedio que defender a muerte lo que uno cree que debe de ser el comportamiento humano cuando se tiene que crear. Una pintura no se modifica a gusto del espectador, una partitura no cambia sus notas porque a determinado crítico malintencionado no le guste la melodía. Un edificio tiene que asentar sus cimientos, elevar sus fronteras, clavar la personalidad del genio creador porque si no, no es más que una enorme masa sin forma, sin fuerza, sin intención...y eso es lo que distingue al artista, la misma intención a la hora de elevar su obra y permanecer ahí, para desempeñar una función pero también para recordar a todo el que mire que hay que sentir lo que se hace para transmitir la honestidad del trabajo que pretende ser algo más que oficio.

Mucho se ha hablado sobre la polémica novela de Ayn Rand, sobre la complaciente dirección de King Vidor, sobre los discutibles preceptos que esta película pone sobre la mesa pero lo cierto es que no deja de ser un monumento al individualismo más radical entendido como una forma de vida que debe presidir los movimientos del artista. Tal vez no se puede estar de acuerdo con algunas de las cosas que transmite, pero es verdad que es la película esencial y primaria de cualquier arquitecto que se precie porque el protagonista, Howard Roark, es ése hombre que lucha igual contra paredes de granito que contra la incomprensión y los intereses creados de cualquier forma de revelación artística. Y, ya se sabe, dentro de cada arquitecto, hay un artista, aunque muy pocos sepan verlo. Al lado de la trama principal, existe también el retrato de una historia de amor y un atípico dibujo de la mujer fuerte e independiente que sucesivamente pasa por los estados de destrucción, de seducción, de aprendizaje y de complicidad. Gary Cooper y Raymond Massey, quizá, sean los mejores de un reparto que se mueve entre diseños y decorados casi futuristas, entre miles de ventanas y toneladas de hormigón que directamente acusan a los mediocres, desprecian a los que se rinden sin luchar y arrojan su odio hacia los que pretenden influir en las opiniones ajenas. Aunque, claro, pensándolo bien yo no debería escribir esto porque estoy dinamitando mis propias obras. Cosas del ego.

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