martes, 28 de enero de 2014

FRENCH CAN-CAN (1954), de Jean Renoir

Ah…la Belle Époque. Sí, esos maravillosos tiempos en los que las chicas enseñaban las piernas y el veneno del teatro se introducía por las venas de un París que, por encima de todo, quería vivir. También era el momento en el que los celos se asentaban en medio de cualquier plaza y todo se convertía en un divertido juego de hoy contigo, mañana sin ti, pasado volveré. El Can-Can causaba furor y hacía falta un sitio donde bailarlo sin freno, donde todo el mundo pudiera divertirse y participar de la fiesta de unas chicas que pusieron el subrayado a la época. París…París…cuánto te hemos querido…
Para eso estaba Danglard. Un tipo tranquilo, inalterable, al que le gustaba amar y vivir bien pero que no sufría si las cosas venían mal dadas. Su calma se hizo sello y transmitió esa seguridad a cuantos trabajaban con él. No timaba. Decía las verdades y sin ningún cargo de conciencia. Él fue el que tuvo la idea de montar un sitio que se llamara Moulin Rouge, él fue quien se arriesgó, él fue quien convenció precisamente a las chicas que quería que formaran parte del espectáculo, fue quien pegó la oreja a cualquiera que cantara por la calle para convertir en estrella a un leve brillo arrabalero. También fue quien ofreció diversión a toda una sociedad, con una idea que merecería un monumento. Ofrecer el entretenimiento de la élite a las masas. Así de simple. El pueblo también tenía derecho a divertirse a lo grande y él lo consiguió. París ya no volvió a ser el mismo. Toda la ciudad se convirtió en un escenario en el que se podía ver al panadero vestido de etiqueta y al aristócrata borracho como una cuba en medio de los adoquines de la calle. Danglard, si hubiera más gente como tú, quizá aprenderíamos a no aprovecharnos de los más débiles. Basta con tener amor a lo que se hace y no a lo que se produce.
Claro que también hay temperamento español. Indómito y furioso. Pero eso es lo normal en una época en la que hay que aprovechar el momento. Lo importante es el color que lo inunda todo, con un gusto, una elegancia y una leve comedia sobrevolando el conjunto. Como un cuadro a punto de ser pintado, con la gama de tonalidades decidida y la melodía como telón de fondo. Contables que quieren ser cómicos, lavanderas que han nacido para bailar…París, París…solo tu nombre hace que aparezca la sonrisa en los labios. Y no hace falta recorrerte para sentirte. Basta con vivirte.

Jean Renoir rindió todo un homenaje a la época en la que vivió su padre con esta fantástica película, retrato desinhibido y festivo del espectáculo a ras de suelo. Para ello contó con un maravilloso e irrepetible Jean Gabin en el papel de Danglard, el hombre que lo arriesga todo por encontrar nuevas formas de hacer llegar el teatro a todo el público acompañado de una leona irascible como María Félix, con Françoise Arnoul, Albert Rémy, Michel Piccoli y multitud de caras conocidas dentro del cine francés. Con esta película, ver cine se convertía en una celebración, se homenajeaba a los que visualmente sentaron las bases de lo que vendría después, se resumía el espíritu de una época que ya no volverá y se decía bien a las claras que la honestidad es el mejor camino para el éxito, para el cariño y para el disfrute. Renoir…solo tu nombre hace que pensemos en arte… 

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