El largo camino a la libertad siempre está empedrado de
demasiadas esquinas de dolor, de sufrimiento inundando las calzadas, de
fracasos momentáneos en la moral que, en un principio, parecía tan
inquebrantable. Y una de las condiciones indispensables para transitar por ese
largo camino es que hay que pagar un peaje personal que, a menudo, se traduce
en una mirada amarga, en un deseo de terminar con el cansancio que acompaña a
la lucha, en una debilidad que todo un pueblo no se puede permitir.
Y, por allí, donde el sol sale,
también huye el amor. Es tan fácil abandonarlo todo que no hay mucha distancia
entre el mito y el hombre, por mucho que se haya intentado unir las dos
definiciones en la figura de Nelson Mandela. La vida entre barrotes, cuarteada
por el acero de la represión, a ritmo de un repetitivo martillo que golpea en
la piedra más dura y que acaba por desgastar al propio corazón. Ahí es donde se
mide la grandeza, en no desfallecer porque se tiene la conciencia de que un país
tiene necesidad de un líder que sea un ejemplo en sus ideales. La paz no se
gana con los brazos cruzados. A menudo, la paz se gana desde la cárcel.
Después de la aproximación a
partir de un hecho concreto que hizo Clint Eastwood con Invictus, llega ahora esta película centrada más en la vida de
Madiba, combinando aciertos y errores. Entre los primeros está la
interpretación de Idris Elba, mucho menos creíble que Morgan Freeman, pero que
hace un buen trabajo, alejado de efectismos e intentando sacar lo mejor de sí
mismo. También se podría destacar algunos hechos que permanecían un tanto
velados por el peso del tiempo o el intento de sacar la emoción en la historia
de un hombre para la eternidad. Entre los fallos, las transiciones, un tanto
bruscas. No se tiene información alguna de cómo Mandela sale de su aldea y, de
repente, es un abogado trajeado que se dedica a defender a los más pobres. Ni
tampoco de por qué, de repente, olvida sus principios pacifistas y se dedica a
marcar con fuego sus creencias. O, aún más evidente, cómo se dibuja el
personaje del alcaide, tan inútil como episódico. El resultado es un película
algo plana, creíble, que se ve con simpatía y que se diluye en su intención de
perdurable. Es, quizá, la diferencia entre Clint Eastwood y el director de
ésta, Justin Chadwick.
Y es que, ahora que vivimos
épocas de agitación y de deseos de alzar la voz en un intento de democracia
imposible, invivible y adrenalítica, tendríamos que grabarnos en la mente el
discurso que Mandela hizo ante las cámaras de televisión para conminar al
abandono de la violencia. La ciudadanía debe hablar pero cuando tenga el turno
de palabra sin dejar de lado el derecho de protestar. Para eso se inventó la
democracia, para que los votos fueran el deseo, el envite, el desafío, el
juicio y, también la verdad. Porque todo tiene su patria, todo tiene su yo y si
cada yo alza la voz para que sea respetada, el caos y la anarquía y la dejadez
y el engaño están a la orden del día. Es fácil escudarse tras una barricada y
vociferar consignas más que sabidas. Lo difícil es acertar con el voto y tener
la seguridad de que ese hombre y ese proyecto es lo mejor para la mayoría. Una
mayoría que lleva muchos años en silencio a pesar del descontento, del
sufrimiento, de las lágrimas y de las terribles decepciones. No es fácil ser
ciudadano de una democracia porque eso implica unos derechos pero también unas
obligaciones. Y la primera de todas ellas es el respeto a los demás. Mandela no
creyó que fuera tan difícil porque confiaba en sus compatriotas. Y creyó en
ello hasta que la muerte vino a visitarle.
Los mitos son construcciones
mentales del resto de la gente. Detrás de cada uno de ellos, hay un hombre que,
tal vez, haya tenido que pisar demasiados sentimientos personales por el bien
de los demás y eso es algo que no todo el mundo está dispuesto a hacer.
Renunciar a la ambición a favor del bien común es lo que hay que buscar en el
interior de los que quieren administrar todo un mandato de la ciudadanía.
2 comentarios:
Pues, fíjate que yo iba con pereza a ver esta película y quizá por eso me ofreció más de lo que esperaba y me gustó. Al final fueron unos amigos los que me convencieron para ir al cine, y resulta que había visto ya todas las que querían ver ellos y está era la única que nos cuadraba a todos.
Cierto que la película es algo plana y convencional. Es todo lo apasionante que pueda ser una vida como la de Nelson Mandela. Cierto también lo de las transiciones que se acusan no solo en los detalles que apuntas sino también por ejemplo en la propia relación entre Madiba y Winnie. Con todo lo que más me molesta es su excesiva tendencia al maniqueismo (si se me permite spoilear un poco me parece bastante ridícula la imagen de ese funcionario agachándose a atarle los cordones de los zapatos a Mandela antes de entrar en el despacho del presidente). Esa escena jamás la hubiese filmado Clint Eastwood que se decanta por cosas mucho más sutiles.
Abrazos encarcelados
Fíjate que yo estoy viendo últimamente una reivindicación general hacia "Invictus", que fue recibida con tibieza, cuando no con desprecio en su momento. Ahora llega ésta y nos damos cuenta de lo bien que lo hizo Eastwood y del estupendo guión que tenía.
En cuanto a ésta, la cosa es muy planita y algo carente de emoción cuando la figura da para ello. Sí, el final y eso puede que llegue a ponerte un poco (solo un poco) de nudito pequeño en la garganta (la frase de Mandela es para enmarcar) y las transiciones son muy, pero que muy torpes. Y ahí se nota que el fallo no es de Idris Elba (un actor que cumple, lo cual es más de lo que espero de él porque no me ha gustado nunca) sino del director que, además, no me parece el más indicado para estas lides.
Quizá, la película no habría tenido la resonancia que le han dado si Mandela no hubiera muerta entre el rodaje y el estreno.
Abrazos en libertad.
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