Es fácil caer en la ensoñación cuando, día tras día, la
mirada se inunda de gris y no se atisban motivaciones para desear que llegue la
mañana siguiente. Es la única escapatoria posible para evadirse de la
mediocridad, de la cercana seguridad de que la vida que se está viviendo, no le
importa a nadie. No hay luz en los actos que se puedan realizar y, por tanto,
nadie va a mirar. Y eso, inevitablemente, lleva al aislamiento, a esconderse en
un rincón oscuro, a salvo de cualquier riesgo, más allá de la equivocación.
Así que es sencillo creer que se es el héroe deseado para
la chica que jamás ha posado sus ojos en ti. Basta con cerrar los ojos y dejar
que la imaginación vuele inútilmente, sin más propósito que vivir una vida que
no es real, que no existe y que nunca va a existir. Sin embargo, si una
diezmillonésima parte de esos sueños resulta ser realidad, entonces todo parece
que se aclara, que toma forma delante de esos ojos que antes estaban cerrados,
porque la esperanza es algo que está ahí delante y solo quiere que la persigan.
De esa forma, lo que antes era gris se vuelve azul aunque
el paisaje, milagrosamente, sea gris. Lo que antes era puro aburrimiento se
torna una aventura sin final en la que la improvisación y la capacidad de
pensar a través de la imaginación son los mayores forjadores de destinos. Lo
que antes era una timidez basada en la decepción y en la certeza de ser parte
de la nada se convierte en la absoluta verdad de ser parte del todo. Más que
nada porque todo el mundo, todo el mundo sin excepción, es el centro de la vida
para otro, o es alguien importante, o es el perfecto complemento, o es el sueño
de alguien más. Y eso nadie es capaz de verlo. Pasamos a su lado sin prestar la
más mínima atención a la idea de que el mundo nos necesita y seguimos con
nuestras prisas, nuestras preocupaciones, nuestro eterno error de mirar
demasiado para adentro para perdernos el instante que vivimos hacia fuera. Es
como cuando nos empeñamos en tomar una fotografía para inmortalizar un instante
del que no formamos parte por el mero hecho de estar detrás del objetivo. En
ocasiones, hay que olvidarse de la foto y mirar a través de nuestros propios
ojos porque nosotros somos parte del paisaje, de la belleza de ese momento, de
la enorme sinceridad que la vida ofrece sin sueños de por medio.
Lo único que hace falta es aplicar el sueño a la vida,
porque, en el fondo, ése es el propósito de los sueños: prepararnos para la
vida. Y si rehusamos enfrentarnos a ella es cuando los sueños no sirven, cuando
las intenciones son humo, cuando la verdad se diluye y el ánimo no cuenta. Es
como si soñar fuera el prólogo de todo lo que está a punto de ocurrir. Y hay
que ir hacia delante con empuje, con decisión y sin miedo de decir las cosas
porque, quien no pierde, simplemente, no puede ganar.
Da la impresión de que Ben Stiller ha sabido dirigir e
interpretar esta película con las ideas bien claras, sabiendo en cada momento
lo que quería contar y cómo quería hacerlo. Sabiamente se ha rodeado de un
compositor que ha puesto música a la vida como Theodore Shapiro y de un
fotógrafo de leyenda como Stuart Dryburgh y le ha salido una historia que no
llega a ser comedia aunque la sonrisa esté siempre ahí, que es aventura aunque
sea crítica, que es certera aunque esté bien sujeta. Y es que ha debido saber,
desde siempre, que no ser ni la mitad de lo que se ha imaginado cuando uno
llega a cierta edad es la mejor prueba de que somos mucho más de lo que
creemos, de que creemos mucho menos de lo que merecemos y de que merecemos
siempre mucho más de lo que tenemos. Solamente porque hay una razón definitiva
para que todo eso sea cierto, más allá de rutinas, de frustraciones o de
decepciones de cariños interrumpidos. Y es que lo hermoso no necesita llamar la
atención. Así de simple.
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