jueves, 2 de enero de 2014

LA VIDA SECRETA DE WALTER MITTY (2013), de Ben Stiller

Es fácil caer en la ensoñación cuando, día tras día, la mirada se inunda de gris y no se atisban motivaciones para desear que llegue la mañana siguiente. Es la única escapatoria posible para evadirse de la mediocridad, de la cercana seguridad de que la vida que se está viviendo, no le importa a nadie. No hay luz en los actos que se puedan realizar y, por tanto, nadie va a mirar. Y eso, inevitablemente, lleva al aislamiento, a esconderse en un rincón oscuro, a salvo de cualquier riesgo, más allá de la equivocación.

Así que es sencillo creer que se es el héroe deseado para la chica que jamás ha posado sus ojos en ti. Basta con cerrar los ojos y dejar que la imaginación vuele inútilmente, sin más propósito que vivir una vida que no es real, que no existe y que nunca va a existir. Sin embargo, si una diezmillonésima parte de esos sueños resulta ser realidad, entonces todo parece que se aclara, que toma forma delante de esos ojos que antes estaban cerrados, porque la esperanza es algo que está ahí delante y solo quiere que la persigan.
De esa forma, lo que antes era gris se vuelve azul aunque el paisaje, milagrosamente, sea gris. Lo que antes era puro aburrimiento se torna una aventura sin final en la que la improvisación y la capacidad de pensar a través de la imaginación son los mayores forjadores de destinos. Lo que antes era una timidez basada en la decepción y en la certeza de ser parte de la nada se convierte en la absoluta verdad de ser parte del todo. Más que nada porque todo el mundo, todo el mundo sin excepción, es el centro de la vida para otro, o es alguien importante, o es el perfecto complemento, o es el sueño de alguien más. Y eso nadie es capaz de verlo. Pasamos a su lado sin prestar la más mínima atención a la idea de que el mundo nos necesita y seguimos con nuestras prisas, nuestras preocupaciones, nuestro eterno error de mirar demasiado para adentro para perdernos el instante que vivimos hacia fuera. Es como cuando nos empeñamos en tomar una fotografía para inmortalizar un instante del que no formamos parte por el mero hecho de estar detrás del objetivo. En ocasiones, hay que olvidarse de la foto y mirar a través de nuestros propios ojos porque nosotros somos parte del paisaje, de la belleza de ese momento, de la enorme sinceridad que la vida ofrece sin sueños de por medio.
Lo único que hace falta es aplicar el sueño a la vida, porque, en el fondo, ése es el propósito de los sueños: prepararnos para la vida. Y si rehusamos enfrentarnos a ella es cuando los sueños no sirven, cuando las intenciones son humo, cuando la verdad se diluye y el ánimo no cuenta. Es como si soñar fuera el prólogo de todo lo que está a punto de ocurrir. Y hay que ir hacia delante con empuje, con decisión y sin miedo de decir las cosas porque, quien no pierde, simplemente, no puede ganar.

Da la impresión de que Ben Stiller ha sabido dirigir e interpretar esta película con las ideas bien claras, sabiendo en cada momento lo que quería contar y cómo quería hacerlo. Sabiamente se ha rodeado de un compositor que ha puesto música a la vida como Theodore Shapiro y de un fotógrafo de leyenda como Stuart Dryburgh y le ha salido una historia que no llega a ser comedia aunque la sonrisa esté siempre ahí, que es aventura aunque sea crítica, que es certera aunque esté bien sujeta. Y es que ha debido saber, desde siempre, que no ser ni la mitad de lo que se ha imaginado cuando uno llega a cierta edad es la mejor prueba de que somos mucho más de lo que creemos, de que creemos mucho menos de lo que merecemos y de que merecemos siempre mucho más de lo que tenemos. Solamente porque hay una razón definitiva para que todo eso sea cierto, más allá de rutinas, de frustraciones o de decepciones de cariños interrumpidos. Y es que lo hermoso no necesita llamar la atención. Así de simple.

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