miércoles, 5 de marzo de 2014

ENCRUCIJADA DE ODIOS (1947), de Edward Dmytryk

La noche es un bosque lleno de luces que ciegan y marean. Es ese sendero hecho de asfalto y cemento que hace posible el encuentro con un tipo con cara de facineroso, que cambia de actitud a cada segundo y que parece esconder a una fiera debajo del sombrero. Las apariencias casi siempre son mentira y eso hace que una chica sea un momento suspendido en el cariño, un instante que se querría prolongar para siempre aunque la noche, maldita oscuridad herida de blanco, se empeñe en engullir a las almas sin rumbo.
La noche, teñida de luz y de alcohol, es la tumba para un hombre que ofrece intenciones demasiado oscuras para unos cuantos soldados que vuelven, precisamente, de las tinieblas. Todas las imágenes se deforman a través de una copa y un asesinato parece ser cometido por uno cuando, en realidad, está aplastado entre las manos de otro. Menos mal que existe el compañerismo porque hay lazos que la guerra ha anudado con demasiada fuerza como para romperlos por culpa de la noche. Noche de calles húmedas y cines abiertos. Noche de días errantes intentando encontrar el camino de vuelta a casa.
Detrás de una pipa, con mucha experiencia y algo de amargura, también hay un policía que sabe lo que significa el odio. Lo ha experimentado en sus propias carnes porque la sociedad, básicamente, es una hoguera de odios, donde la ira se quema y sirve de combustible para las frustraciones. Un soldado tras otro pasan por su interrogatorio y él se va convenciendo, poco a poco, que el odio es el móvil, que no existe otro, que no habrá nunca otro. Y sabe que el tipo que da rienda suelta a su odio incluso cuando dice nimiedades es el perfecto candidato para haber cometido un crimen.

Edward Dmytryk dirigió con negra precisión esta historia de Richard Brooks con medidas y admirables interpretaciones de Robert Mitchum, Robert Ryan y Robert Young. En la época fue conocida como la película de los tres Roberts y el resultado es una fascinante aproximación a las razones del odio latente que siempre subyace dentro de la sociedad americana. Solo ésa es la razón para tantas desorientaciones y tantas pérdidas de sendero y solo se necesita una excusa para dar rienda suelta a ese sentimiento. Una excusa de raza, de homofobia, de desprecio, de cobardía. No importa, el caso es que el odio salga y escupa toda la corrupción que guarda dentro. Y lo mejor es que lo haga en la noche, en esa noche que oculta tantas personalidades contrapuestas, tantas frustraciones, tantos ojos en vela intentando encontrar la tranquilidad necesaria para el descanso. Pero el descanso no existe porque, detrás de él, siempre estará el odio, acechante, tratando de establecer un acuerdo con la ira sin atender a ninguna otra razón personal. Y debemos intentar que no salga, que se quede dormido en la cueva, olvidado de nuestras circunstancias, dejando que lo que de verdad merece la pena de nosotros mismos salga a la luz y vea un nuevo día que parece que nunca llega.

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