Las ropas huelen a cansancio y el
futuro ya no es lo que era. España se desarrolla a partir de utilitarios
modestos y la gente no quiere volver a pensar en el horror de hace veinte años.
Quiere salir los domingos y montar un picnic en el campo con su Seiscientos y
con los niños. Y no van a cambiar las cosas porque sí. Ahora, precisamente, que
ya cada hijo de vecino tiene un cochecito y una casita y algo que llevarse a la
boca sin una cartilla de racionamiento de por medio. No hay libertad pero ése
es el precio que se paga por la modesta comodidad. Ya vale de tanto mirar hacia
atrás, hay que mirar hacia delante aunque delante solo se tenga más de lo
mismo.
Demasiados pasos por la frontera,
demasiados huesos crujidos después de muchas horas en el coche, demasiados
mensajes llevados para nada. A nadie le importa lo que un clandestino se juega
cada vez que pasa de la blanca Francia a la gris España. La solución, ya lo
empiezan a pensar hasta los trabajadores, no va a venir desde fuera. Se ha
enquistado en el país el conformismo con tal de no volver a presenciar la que
se armó hace veinte años. Quizá una mujer sea una patria, pero la
clandestinidad en el amor también es una carrera tan agradable como inútil.
Agradable hasta que aparece el desánimo, el desencanto, el silencio provocado
porque no se sabe lo que se va a decir.
Resnais intenta enriquecer el
guión que escribió Jorge Semprún sobre el fin de una época y el retrato de una
España que, sin aparecer, está siempre presente en el relato. El relato
realista sirve para echar una mirada introspectiva hacia un personaje,
interpretado sabiamente por Yves Montand, que cree que esa realidad en su país
se limita a las idas y venidas, al desencanto creciente de unas ideas que se
están quedando atrás en el devenir de una época que no le pertenece, a la
asignación y a la lealtad al partido en el que empieza a no creer y a la misma
inercia de una vida que no tiene muy claro que desee cambiar. La angustia sitia
al protagonista con la misma vida que se aparece, implacable y tenue a la vez,
para que nada vuelva a ser como antes y, sin embargo, la lucha siga ahí,
presente y cruel, minando la moral y situándole en un punto sin retorno,
incapaz de regresar a una existencia vulgar. Quizá porque España se confunde
peligrosamente con el partido. Quizá porque ya no quedan muchos sitios hacia
dónde ir salvo uno que se confunde peligrosamente con el olvido.
Tal vez la mirada cansada, los
huesos de vuelta y el pensar en un triunfo que aún tardará en llegar, llevan hacia
unas ideas que también piden a gritos la clandestinidad de la mente. La guerra
ha terminado allí dentro, como también lo ha hecho en todos esos compañeros y
compañeras que aparcaron sus ideas dentro de un Seiscientos y salen con la
familia como domingueros fingiendo felicidad. Lo cierto es que la guerra se ha
perdido porque los que resistieron no fueron capaces de observar de cerca un
país que está siempre cambiando.
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