El sol golpea con su yunque en la
plaza de un pueblo cualquiera. Polvoriento y desértico a la hora de la siesta,
con su pilón dando frescor a quien se pierda para abrevar o a quien necesite de
agua para su regadío. El bar, con el seco olor a anís y las maderas viejas y
algo pegajosas de tanta soledad, es lo único que parece tener vida con las
consabidas cortinillas de abalorios, que se balancean por el leve frescor de la
trastienda. Las moscas vuelan libremente haciendo el molesto ruido del minuto
eterno. Y la muerte deja un rastro difícil, de crueldad implícita en una villa
rodeada de monte bajo, de cruces de carreteras perdidos y de espejismos de agua
en un horizonte que parece no tener fin.
El orujo anima y más el de esa
región. Más vale meter un cadáver en alcohol para hacer que el líquido sea bueno y así los acentos cerrados se ahorran los lamentos del olor. Nadie sabe
con certeza qué es lo que ha pasado y un capitán del Ejército de Tierra,
destinado en un castillo reconvertido, intenta esclarecer una deserción, una
trampa, un chantaje y una oferta que nadie puede rechazar. Las prostitutas del
consabido bar a las afueras se aferran al dulzor de un tiempo que parece
parado. El médico se desespera bebiendo porque, tal vez, no tiene ya demasiadas
ilusiones. El republicano acogido al perdón disfruta mientras desgrana los
cotilleos de la comarca. Y siempre los pobres, los que no tienen dónde caerse
muertos, son los que pagan la maldad de los ricos. Todo confluye, como el cauce
de los ríos de agua fría que pasean bajo el sol y recogiendo los regueros de
sudor de un país que parece olvidado de la mano de Dios.
En la bodega, el olor se vuelve
rancio, como una especie de mezcla de corcho seco y disolvente aguado. Allí es
donde se cuece un crimen que nadie entiende porque los cadáveres son distintos,
porque la muerte ha intercambiado las verdades para hacer, por una vez,
justicia. Los pobres han pagado pero también van a exigir su parte de
satisfacción. Así, los ricos, por una vez, van a perder. En parte, por la
brutal venganza y en parte, por la inteligencia de un militar que se niega a la
rendición. Ya está bien de que todo el mundo crea que se pueden reír de las
tres estrellas de seis puntas. Basta con un tiro bien dado. Entrada por la garganta
y salida por la cabeza. Y el asunto cuadra mientras el orujo fermenta en la
bodega. Ése es el aire que se respira cuando el crimen huele a desolación y a
fuga, a cucarachas y a viento solano.
Espléndida y muy desconocida
película de Antonio Isasi Isasmendi basada en la novela de Juan Benet que
maneja con maestría un reparto que parece agazapado en la sombra de una siesta
que no termina, El aire de un crimen
juega con la investigación de un asesinato mientras nos retrata la vileza que
se incrusta en todos los estamentos de una España que no ha cambiado tanto
porque seguimos siendo los mismos. Los poderosos, los miserables, los
pueblerinos, los vengativos, los crueles, los violentos, los incultos, los
rebeldes, los viles que obligan a apartar la mirada…Ese aire es peste y ése es
nuestro país.
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