Su rostro parecía una roca
cincelada a medias, como si el escultor se hubiera cansado de tanto trabajo y
hubiera abandonado premeditadamente su obra. Eso le daba a Rod Taylor un aire
de héroe duro pero también tierno, de ojos profundos y colores sospechosos, de
barba nunca rasurada del todo y pelo pensado al milímetro. Era un galán pero
también un granuja. Era un héroe de mandíbulas apretadas y vigor suelto. Nunca
fue una estrella aunque tal vez nunca necesitó serlo, pero en los años sesenta
hizo un puñado de buenas películas que permanecen en la memoria de todos. Tal
vez porque en él había un aire de despreocupación, de baja intensidad, de
certeza de estar actuando, de verdad y mentira a partes iguales.
El primer aviso lo dio con un
breve papel en la excelente Mesas
separadas, de Delbert Mann mientras deambulaba de una serie a otra
intentando que su rostro fuera conocido para el público. Bien es verdad que ya
se había paseado en películas muy conocidas como Gigante o El árbol de la vida
pero aún no había la suficiente dureza en su rostro porque el escultor aún
estaba trabajando en él. Se llamaba tiempo.
El salto a la fama ocurrió con
esa maravillosa película de George Pal titulada El tiempo en sus manos. Con ella, Taylor pudo viajar al futuro
mientras veía al maniquí de la tienda de enfrente de su casa cambiar de ropa,
de moda y hasta de aspecto. Fue el científico perfecto, capaz de expresar con
su cara a medias la aventura de no salir de su casa mientras el tiempo, ese
escultor, se esforzaba en cambiarlo todo a su alrededor. En ella, vimos cómo
Taylor descubría la estupidez humana, siempre empeñada en enfangarse en guerras
estúpidas, guerras de cobardía y mansedumbre, guerras que para él, viajero del
tiempo, eran totalmente incomprensibles. El científico que incorporaba (y que,
para colmo, se llamaba H. George Wells, como el autor del relato) no era más
que un testigo que nacía en cada época y moría con cada estupidez. Mejor cada
uno en su minuto, cada uno en su día, cada uno en su entorno.
Siguió haciendo televisión
mientras le llegó la mejor oferta que jamás recibió: encarnar al abogado Mitch
Brenner que pasa un fin de semana con su familia en Bodega Bay en la
espectacular Los pájaros, de
Hitchcock. Ahí supo dar la talla como un hombre de movimientos seguros, de
serenidad nunca perdida, de pocas preguntas y mucha acción. Él protegía
mientras los demás personajes se dedicaban a sufrir. Los picotazos de las aves
rebeldes dolían en sus manos punteadas de sangre pero solo comete un error:
deja que su hermana se lleve unos periquitos que la bella Melanie Daniels le ha
regalado, mitad por coqueteo, mitad por insolencia. Así son las mujeres y los
pájaros.
Fue el hombre de negocios al
borde de la ruina en Hotel Internacional,
compartiendo cartel con auténticas luminarias del momento como el matrimonio
Elizabeth Taylor-Richard Burton, Orson Welles, la impresionante Margaret
Rutherford o esa secretaria secretamente enamorada de él bajo el rostro de
Maggie Smith. Ésa era una de las ventajas de Rod Taylor y era que nunca
desentonaba. Es verdad que nunca estaba en cabeza pero daba textura a las
historias en las que intervenía. Y lo hacía con profesionalidad.
Interpretó al piloto profesional
que era capaz de hacer volar cualquier cosa que tuviera motor en la nunca
suficientemente valorada Los pasos del
destino, de Ralph Nelson, poniendo los dientes largos a Glenn Ford y
siempre llevándose a la chica. Todas quedaban fascinadas por su tranquilidad y
por su voz mientras cantaba en las peores situaciones Blue moon. Es un clásico a revisar y él está ahí, dando muy bien el
tipo.
Quiso hacer de oficial nazi que
intenta atormentar a James Garner en 36
horas, un cambio de registro notable que, sin embargo, no tuvo eco al ser
una película ciertamente mediocre. Fue El
soñador rebelde para John Ford y su sustituto, el gran director de
fotografía Jack Cardiff aunque no tuvo mucha suerte. La película se resintió de
que Ford no pudiera darle forma y ahí se perdió una oportunidad para que Taylor
escalara posiciones de prestigio. Doris Day le quiso como compañero para dos de
sus aventuras domésticas como fueron Por
favor, no molesten y Una sirena
sospechosa, decisiones poco afortunadas que le relegaron a un actor sin
trascendencia por mucho que su siguiente película es una de esos títulos
notables que quedaron en el olvido: Intriga
en el Gran Hotel, de Richard Quine, título que dio origen años después a la
serie Hotel con James Brolin y Connie
Selleca. Aquí, Rod Taylor dio la impresión de ser el único y auténtico Peter
McDermott, gerente del St. Gregory Hotel de New Orleáns, colmena de intrigas,
dimes y diretes, movimientos inocentes y oscuros y mosaico de todas las
pasiones humanas. La película tiene una estupenda dirección y Taylor, con su
tranquilidad a cuestas, transmite esa impresión de saber en todo momento lo que
está haciendo, sin alterarse, llevando adelante un establecimiento al que ya
nadie va porque se ha quedado perdido en algún lugar de la memoria.
Después de probar fortuna en el
terreno del western en la aceptable
aunque corta Chuka, de Gordon
Douglas, Rod Taylor hace otra de esas películas no demasiado conocidas pero
que, además de ser un notable espectáculo de acción, resulta también una
especie de despedida del actor que tan buenos recuerdos trae de la década de
los sesenta. El último tren a Kananga,
de Jack Cardiff, una estupenda película sobre mercenarios en África que Taylor
domina de principio a fin acompañado de Jim Brown. Una trepidante historia que
te sumerge en las cloacas de la agitación política en el tercer mundo en medio
de guerras y de una improbable caza de un botín en diamantes. Excelente
despedida para un actor que ya nunca pudo remontar el vuelo.
El resto fueron mediocridades
como el intento con Antonioni de Zabriskie
Point, la rutinaria Más oscuro que el
ámbar, dos intentos de triunfar en televisión con serie propia como Dos contra el mundo, al lado de Fernando
Lamas y La caravana de Oregón, un
papel secundario haciendo sombra al mítico John Wayne en Ladrones de trenes, una tonta visita al cine español de la mano de
Miguel Hermoso con Marbella, un golpe de
cinco estrellas que navegó vacilante entre el trazo grueso y el robo fino
y, por supuesto, su última aparición en pantalla, casi irreconocible, como
Winston Churchill bajo la dirección de Quentin Tarantino en la excelente Malditos bastardos.
Poco a poco, el rostro fue
adquiriendo peso y perdió expresión, además de juventud. Ya no tenía la mirada
tierna y el gesto hosco. Eso sí, no consiguió nunca borrar de su mejilla un
puñado de polvo que parecía adherirse con facilidad en medio de sus aventuras.
No fue un gran actor pero fue un actor que supo introducirse en la memoria de
muchos espectadores. No fue un gran actor pero sí que fue un hombre para
recordar luchando contra pájaros, contra las tribulaciones de todos los
clientes de un gran hotel o contra los intereses creados de las grandes
potencias en el continente negro. Y siempre nos quedará su mirada, tierna, algo
somnolienta, despreocupada, segura, cine…
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