Por mi culpa, por mi culpa, por
mi gran culpa…la culpa de estar vivo cuando todos los demás están muertos. La
paranoia cruzada con la locura tiene la descendencia del castigo, ése que no
recibí, ése que no tuve. Por eso hay que sufrir el martirio de los pies
heridos, de los brazos quemados, de la catatonia elegida, de la usurpación de
papeles. Ocupar, por una vez, el lugar del dominante y recibir la pena más
terrible. Morir para poder ser libre. Ser libre para poder morir. Olvidar para
dejar de soñar. Esconderse para dejar de sentirse como el inmerecido
superviviente del Holocausto. No hay nada como engañar. No hay nada como
engañarse.
Y es fácil conseguirlo cuando se
tiene el dinero suficiente como para dejar pruebas sembradas en distintas
partes del mundo para ser utilizadas en el momento oportuno. No hay nada como
volver a revivir los horrores innombrables de los carniceros más sangrientos
para poder reírse de todos ellos con una actitud de prepotencia muy cercana a
la seguridad de estar más allá del bien y del mal. Fingir ser judío para ser un
nazi que finge. Todo se muerde a sí mismo en una interminable espiral de
destrucción moral que acaba por devorar a la misma inocencia. Nada es lo que
parece y, sin embargo, todo es evidente. Mientras tanto, auténticas
barbaridades se escuchan desde el interior de una cabina de cristal que aísla
el odio, que separa la locura, que ahoga el pensamiento para llegar al éxtasis.
Maximillian Schell consigue una
interpretación que camina peligrosamente entre la monstruosidad de la
supervivencia y el deseo culpable de la inocencia consiguiendo un raro
equilibrio entre el humor más descarnado y la revancha más sonriente con el
destino. Al fondo, todo está basado en una obra teatral del actor Robert Shaw
que quiere poner en solfa el complejo de culpabilidad de los judíos que
sobrevivieron a los campos de exterminio, el vengativo afán del Estado de
Israel persiguiendo desatadamente a antiguos miembros de las SS con el
consiguiente margen de error, el devorador efecto del capitalismo sobre una
sociedad que no quiere mirar sus propios defectos y la conciencia que siempre
se inclina hacia el lado más cómodo. Todo ello bañado con una sutil ironía que
Schell potencia con sabiduría al encerrar la moralidad en una cárcel
transparente de la que no se quiere salir porque, indudablemente, el
superviviente también es culpable y muchos saben que hubieran preferido dar la
vida antes que conservarla en un mundo sin los que más te quieren. A partir de
ahí comienzan las alucinaciones y el peso de una culpa que no se puede llevar
de cualquier manera. Se dispara el sufrimiento y solo se quiere acabar,
terminar de una vez, quemado por dentro, inmóvil por fuera, como una estatua de
ceniza que se quedó observando cómo la existencia se convertía en humo.
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