viernes, 11 de marzo de 2016

EL HOMBRE DE LA CABINA DE CRISTAL (1975), de Arthur Hiller

Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…la culpa de estar vivo cuando todos los demás están muertos. La paranoia cruzada con la locura tiene la descendencia del castigo, ése que no recibí, ése que no tuve. Por eso hay que sufrir el martirio de los pies heridos, de los brazos quemados, de la catatonia elegida, de la usurpación de papeles. Ocupar, por una vez, el lugar del dominante y recibir la pena más terrible. Morir para poder ser libre. Ser libre para poder morir. Olvidar para dejar de soñar. Esconderse para dejar de sentirse como el inmerecido superviviente del Holocausto. No hay nada como engañar. No hay nada como engañarse.
Y es fácil conseguirlo cuando se tiene el dinero suficiente como para dejar pruebas sembradas en distintas partes del mundo para ser utilizadas en el momento oportuno. No hay nada como volver a revivir los horrores innombrables de los carniceros más sangrientos para poder reírse de todos ellos con una actitud de prepotencia muy cercana a la seguridad de estar más allá del bien y del mal. Fingir ser judío para ser un nazi que finge. Todo se muerde a sí mismo en una interminable espiral de destrucción moral que acaba por devorar a la misma inocencia. Nada es lo que parece y, sin embargo, todo es evidente. Mientras tanto, auténticas barbaridades se escuchan desde el interior de una cabina de cristal que aísla el odio, que separa la locura, que ahoga el pensamiento para llegar al éxtasis.

Maximillian Schell consigue una interpretación que camina peligrosamente entre la monstruosidad de la supervivencia y el deseo culpable de la inocencia consiguiendo un raro equilibrio entre el humor más descarnado y la revancha más sonriente con el destino. Al fondo, todo está basado en una obra teatral del actor Robert Shaw que quiere poner en solfa el complejo de culpabilidad de los judíos que sobrevivieron a los campos de exterminio, el vengativo afán del Estado de Israel persiguiendo desatadamente a antiguos miembros de las SS con el consiguiente margen de error, el devorador efecto del capitalismo sobre una sociedad que no quiere mirar sus propios defectos y la conciencia que siempre se inclina hacia el lado más cómodo. Todo ello bañado con una sutil ironía que Schell potencia con sabiduría al encerrar la moralidad en una cárcel transparente de la que no se quiere salir porque, indudablemente, el superviviente también es culpable y muchos saben que hubieran preferido dar la vida antes que conservarla en un mundo sin los que más te quieren. A partir de ahí comienzan las alucinaciones y el peso de una culpa que no se puede llevar de cualquier manera. Se dispara el sufrimiento y solo se quiere acabar, terminar de una vez, quemado por dentro, inmóvil por fuera, como una estatua de ceniza que se quedó observando cómo la existencia se convertía en humo.

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