La noche es tan fría y tan
solitaria como una vida que se reduce a trabajar y dormir. De repente, una luz,
una pequeña advertencia del destino que dice que todavía puede haber un momento
de cariño, una complicidad sentida, un rastro de verdad en un hombre que
deambula sin final. Ya es hora de parar en una estación que regale algo más que
un gélido viento en el rostro y el eco de una voz sin respuesta. Un leve
perfume que pasa sin tocar la piel, una conversación forzada y una cita para el
día siguiente. Un sueño para quien se siente solo en una ciudad que aún tiene
las bocas abiertas de la guerra y los inocentes e inacabables juegos infantiles
en las calles. Unos ojos que se encuentran y la historia de amor se resiste por
una promesa, por un encuentro que no se va a producir, por tener idealizada a
la persona que puebla los sueños. Es la incertidumbre del amor. Es el castigo
de la espera.
Las noches frías se hacen cada
vez más oscuras porque el amor también es una trampa que induce a la crueldad,
al intento de la burla para que, por una vez, el triunfo del corazón sea algo
que se puede sostener entre las manos, entre los labios que están deseando ser
besados, entre la piel que ruega por una caricia. Un futuro que cae en pedazos
sobre un arroyo que siempre lleva a la decepción. Ése es el precio que se paga
por unas horas en compañía por la mujer que amas, por esa terrible ensoñación
que se ha metido dentro como una serpiente que devora todo lo que encuentra a
su paso. Incluso la esperanza.
La última noche fría, blanca como
la nieve, donde los destinos parecen removerse inquietos por su suerte, donde
se vive la ilusión y la más desoladora de las decepciones, donde se asiste a la
derrota total porque, a pesar de haber roto en pedazos el futuro, éste se
presenta como un fantasma negro, de sombra alargada que solo con una palabra
hace que estalle en pedazos el último beso, el último sentimiento y la primera
lágrima. Un momento que durará toda la vida, dice él. Un momento que ha valido
por toda una vida pero que, sin embargo, acaba por dejarle vacío, inerte,
aceptando la suerte de la soledad más desgarradora en una calle vacía, sin
bocacalles que hagan cambiar el rumbo, con un perro saltando a su alrededor
intentando encontrar las mismas caricias que él ya no va a probar. El gemido
sale desbocado por las puertas de la garganta y se pierde en la noche fría y
blanca, en la noche solitaria y triste, en la noche que nunca se debió vivir
aunque sea para toda la vida. Se ha perdido de una vez por todas. Ya no habrá
más ilusiones que vivir. Solo la vida pasando. Aburrida, perezosa, fría, muy
fría, con sus noches interminables y sus días insípidos. Luchino Visconti lo
sabía bien teniendo a su lado actores como Marcello Mastroianni y Maria Schell.
Y nosotros, pobres transeúntes que pasamos por allí, nos acomodamos en un
portal y, sin poder hacer nada, asistimos a la derrota definitiva.
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