miércoles, 16 de marzo de 2016

NOCHES BLANCAS (1957), de Luchino Visconti

La noche es tan fría y tan solitaria como una vida que se reduce a trabajar y dormir. De repente, una luz, una pequeña advertencia del destino que dice que todavía puede haber un momento de cariño, una complicidad sentida, un rastro de verdad en un hombre que deambula sin final. Ya es hora de parar en una estación que regale algo más que un gélido viento en el rostro y el eco de una voz sin respuesta. Un leve perfume que pasa sin tocar la piel, una conversación forzada y una cita para el día siguiente. Un sueño para quien se siente solo en una ciudad que aún tiene las bocas abiertas de la guerra y los inocentes e inacabables juegos infantiles en las calles. Unos ojos que se encuentran y la historia de amor se resiste por una promesa, por un encuentro que no se va a producir, por tener idealizada a la persona que puebla los sueños. Es la incertidumbre del amor. Es el castigo de la espera.
Las noches frías se hacen cada vez más oscuras porque el amor también es una trampa que induce a la crueldad, al intento de la burla para que, por una vez, el triunfo del corazón sea algo que se puede sostener entre las manos, entre los labios que están deseando ser besados, entre la piel que ruega por una caricia. Un futuro que cae en pedazos sobre un arroyo que siempre lleva a la decepción. Ése es el precio que se paga por unas horas en compañía por la mujer que amas, por esa terrible ensoñación que se ha metido dentro como una serpiente que devora todo lo que encuentra a su paso. Incluso la esperanza.

La última noche fría, blanca como la nieve, donde los destinos parecen removerse inquietos por su suerte, donde se vive la ilusión y la más desoladora de las decepciones, donde se asiste a la derrota total porque, a pesar de haber roto en pedazos el futuro, éste se presenta como un fantasma negro, de sombra alargada que solo con una palabra hace que estalle en pedazos el último beso, el último sentimiento y la primera lágrima. Un momento que durará toda la vida, dice él. Un momento que ha valido por toda una vida pero que, sin embargo, acaba por dejarle vacío, inerte, aceptando la suerte de la soledad más desgarradora en una calle vacía, sin bocacalles que hagan cambiar el rumbo, con un perro saltando a su alrededor intentando encontrar las mismas caricias que él ya no va a probar. El gemido sale desbocado por las puertas de la garganta y se pierde en la noche fría y blanca, en la noche solitaria y triste, en la noche que nunca se debió vivir aunque sea para toda la vida. Se ha perdido de una vez por todas. Ya no habrá más ilusiones que vivir. Solo la vida pasando. Aburrida, perezosa, fría, muy fría, con sus noches interminables y sus días insípidos. Luchino Visconti lo sabía bien teniendo a su lado actores como Marcello Mastroianni y Maria Schell. Y nosotros, pobres transeúntes que pasamos por allí, nos acomodamos en un portal y, sin poder hacer nada, asistimos a la derrota definitiva.

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