No hay nada como coger el último
instante, ese momento en el que se dibuja el miedo de la muerte en el rostro de
la víctima. Filmarlo y luego recrearse en ello. La pata del trípode bien
extendida para hacer mella en la garganta y dejar bien claro hasta qué punto
llega la excitación de ser espectador de un momento único, de un último
momento, del momento.
Claro que, quizá, el viaje de
vuelta a la razón sea aún más doloroso por alguien que enseña el lado más
tierno de una vida llena de traumas. No es fácil enfrentarse a los propios
miedos, al padre que tanto hizo por impregnar la personalidad de inseguridades
y humillaciones. Solo así, con la fotografía, se puede inmortalizar el momento
más eterno, el que siempre escondemos y guardamos para el auténtico pánico. El
hombre como monstruo observador y ejecutor. Tal vez no haya nada más excitante
que todo eso.
Y, sin embargo, ahí, en el piso
abajo, esa muchacha…Algo tiene en su inocencia. Quiere asomarse al interior
porque es como una niña que es incapaz de sentir miedo, solo siente pena,
compasión y eso son sentimientos nuevos dentro de esa sed de sangre que siente
el fotógrafo. Es como si le desnudara y le dejara abandonado a la intemperie,
llorando, acurrucado en un rincón. Ella es la más peligrosa de todas porque no
siente miedo ante la cercanía de la muerte y por su rostro solo pasa el intento
de comprender a un niño que nunca dejó de hacer fotografías y que pierde su
destino en busca de una excitación que es pecado, que es degeneración pura y
simple dentro de un mundo pura y simplemente degenerado.
Michael Powell realizó su segunda
película en solitario tras su finiquitada asociación con Emeric Pressburger
para hacernos el retrato de una obsesión que no era más que la suya propia
llevada al extremo. Powell, desde niño, hacía fotografías a todo lo que se le
ponía por delante intentando encontrar el instante mágico que hacía que ese
momento fuera duradero y, a la vez, inminente. El fracaso con esta película fue
histórico hasta tal punto que Powell tuvo que emigrar a Estados Unidos para
poder seguir trabajando. Allí conoció a Martin Scorsese que siempre declaró que
Powell fue el director más influyente sobre su obra. Tal vez porque ambos
querían retratar a la muerte desde distintos puntos de vista. Y es que no deja
de ser fascinante llegar a grabar en algún soporte el sufrimiento de alguien,
como tanto se ha demostrado en los premios internacionales de fotografía. Tal
vez porque solo el sufrimiento vende o puede que, aunque también experimentemos
compasión, consigamos llegar a pensar que siempre hay gente que está peor que
nosotros. Michael Powell lo sabía muy bien y de ahí que su fimografía estuviera
repleta de títulos apasionantes, que ponían a sus protagonistas en la vida pero
también ante la cara de la muerte. Algo que resultaba tremendamente turbador
cuando el entorno que nos rodea está lleno de color.
No hay comentarios:
Publicar un comentario