viernes, 19 de octubre de 2018

FORT APACHE (1948), de John Ford

Los soldados bailan al son de una marcha, como si se despidieran de todo y de todos y supieran el destino que les espera. El Coronel Owen Thursday ha tensado demasiado la cuerda con los apaches y no va a cumplir su palabra. Las razones son balas esquivadas para él y no existe más motivo que su propia ambición personal, sus ganas de vengarse de esos individuos de Washington que le han enviado a la frontera, al rincón más perdido del mundo, donde hay camaradería, sentido del honor, buenos soldados aunque algo pendencieros, unos cuantos vasos de whisky escanciado en forma de versículos bíblicos y unas pocas banderas. Nada que salvar a excepción de la posibilidad de la leyenda. Y son los supervivientes los que tendrán que contarlo, a su manera, con todos los adornos y defectos que quieran, con los jinetes en el cielo y la mirada llena de nostalgia por un puñado de hombres buenos que fueron condenados a morir sin escapatoria.
No, no habrá viejas melodías irlandesas interpretadas en las cálidas noches del desierto, Tampoco habrá recordatorios de aquellos que fueron auténticos héroes porque caminaron hacia la muerte sin rechistar. Ni siquiera habrá un homenaje a esas mujeres maravillosas que lo aguantaron todo con tal de estar al lado de quien amaban y luego sufrieron la ausencia y la pérdida. Hay ocasiones en las que, desde luego, la leyenda supera la realidad. Lo demás es la vida.
Las lágrimas caen despeñadas por el barranco de las mejillas emocionadas, precipitándose hacia el olvido imposible. Los cielos se oscurecen con nubarrones llenos de sinsentidos cuando los hombres miran hacia otro lado, intentando superar la seguridad colectiva a través de la ambición personal. Una cabalgada mítica deseando buena suerte a todos será el pistoletazo de salida y un último gesto de honestidad se esboza cuando al más joven de los oficiales se le envía a retaguardia porque, al fin y al cabo, ese chico, que terminará haciéndose todo un hombre, es importante para alguien más. Sí, pocas cosas hay más tristes que ese baile en el que todos desfilan con el rostro serio y el bar se va cerrando. Los distintivos brillan y las mujeres lloran porque saben que nada volverá a ser igual. La tropa desaparece por el horizonte, en busca de su destino y ya sólo se ven las banderas. Sólo resta la soledad. Sólo permanece la pena. Aquí, si cabe, hubo más heroísmo porque no fue por nobleza, sino por obligación.

John Ford sabía muy bien dónde escarbar en los corazones. Nos pintó un cuadro en blanco y negro para que todos le diésemos el color de nuestra emoción. Y aún hoy, muchos años después, todos somos capaces de imaginar a esos jinetes en el cielo, a esos hombres de palabra y a aquellos que tuvieron que contar una mentira para que fueran reconocidos como lo que realmente eran.

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