Los soldados bailan al
son de una marcha, como si se despidieran de todo y de todos y supieran el
destino que les espera. El Coronel Owen Thursday ha tensado demasiado la cuerda
con los apaches y no va a cumplir su palabra. Las razones son balas esquivadas
para él y no existe más motivo que su propia ambición personal, sus ganas de
vengarse de esos individuos de Washington que le han enviado a la frontera, al
rincón más perdido del mundo, donde hay camaradería, sentido del honor, buenos
soldados aunque algo pendencieros, unos cuantos vasos de whisky escanciado en
forma de versículos bíblicos y unas pocas banderas. Nada que salvar a excepción
de la posibilidad de la leyenda. Y son los supervivientes los que tendrán que
contarlo, a su manera, con todos los adornos y defectos que quieran, con los
jinetes en el cielo y la mirada llena de nostalgia por un puñado de hombres
buenos que fueron condenados a morir sin escapatoria.
No, no habrá viejas
melodías irlandesas interpretadas en las cálidas noches del desierto, Tampoco
habrá recordatorios de aquellos que fueron auténticos héroes porque caminaron
hacia la muerte sin rechistar. Ni siquiera habrá un homenaje a esas mujeres
maravillosas que lo aguantaron todo con tal de estar al lado de quien amaban y
luego sufrieron la ausencia y la pérdida. Hay ocasiones en las que, desde
luego, la leyenda supera la realidad. Lo demás es la vida.
Las lágrimas caen
despeñadas por el barranco de las mejillas emocionadas, precipitándose hacia el
olvido imposible. Los cielos se oscurecen con nubarrones llenos de sinsentidos
cuando los hombres miran hacia otro lado, intentando superar la seguridad
colectiva a través de la ambición personal. Una cabalgada mítica deseando buena
suerte a todos será el pistoletazo de salida y un último gesto de honestidad se
esboza cuando al más joven de los oficiales se le envía a retaguardia porque,
al fin y al cabo, ese chico, que terminará haciéndose todo un hombre, es
importante para alguien más. Sí, pocas cosas hay más tristes que ese baile en
el que todos desfilan con el rostro serio y el bar se va cerrando. Los
distintivos brillan y las mujeres lloran porque saben que nada volverá a ser
igual. La tropa desaparece por el horizonte, en busca de su destino y ya sólo
se ven las banderas. Sólo resta la soledad. Sólo permanece la pena. Aquí, si
cabe, hubo más heroísmo porque no fue por nobleza, sino por obligación.
John Ford sabía muy
bien dónde escarbar en los corazones. Nos pintó un cuadro en blanco y negro
para que todos le diésemos el color de nuestra emoción. Y aún hoy, muchos años
después, todos somos capaces de imaginar a esos jinetes en el cielo, a esos
hombres de palabra y a aquellos que tuvieron que contar una mentira para que
fueran reconocidos como lo que realmente eran.
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