Érase una vez un actor
que se llamaba Peter Sellers y que, de tanto fingir, nunca supo realmente quién
era. Cuando conseguía lo que deseaba siempre deseaba ser alguna otra cosa y así
fue de deseo en deseo hasta que se le acabaron las casillas de los ataques al
corazón. Su personalidad era voluble, exagerada, insegura y coqueteaba, en
ocasiones, con los límites de la locura. Nunca supo a ciencia cierta quién le
amaba, entre otras cosas, porque él nunca supo a quién amar. Y lo que es peor,
nunca supo cómo amar. Dejó de lado lo importante para dar rienda suelta a lo
que era prescindible y así, la más cara que poseía tras su máscara, acabo
dibujando una expresión de tristeza, como si él, uno de los más privilegiados
actores cómicos de la historia, fuera un fracaso. Se convirtió en lo que más
temía.
Bien es cierto que
obtuvo ciertas satisfacciones y que bastaba con que abriera la boca para que el
público devorador lo encontrase brillante, agudo, perspicaz y algo alocado. Su
penúltima película estuvo basada en un libro que había tenido en su cabecera
durante años y trataba, fíjense qué tontería, sobre un tipo que era jardinero.
¡Qué simpleza! Sin embargo, ése era el papel que quería hacer. Y lo hizo. Y lo
hizo magistralmente. Por el camino se quedaron inspectores, presidentes,
militares, conquistadores engañosos, científicos megalómanos con manos de vida
propia, hindúes fuera de lugar o bandidos dispuestos a fingir virtuosismo
musical…pero también muchas jeringuillas, botellas vacías, discusiones huecas,
arranques de furia, compensaciones elegantes, obsesiones por el éxito, pánico a
la repetición, voces de todos los tonos y colores, ilusiones desvanecidas y
derrotas ante las cifras con muchos ceros. Quizá, no sé, no sé, podríamos decir
que ese cómico llamado Peter Sellers estuvo muy cerca de la genialidad, pero
también del más absoluto de los egoísmos.
No cabe duda de que,
una vez fallecido, también hubo otro cómico que sabía manejarse muy bien en el
drama de nombre Geoffrey Rush que supo revivir a aquel Sellers que ocupaba las
cabeceras de todas las comedias de los sesenta. Con sentido, con momentos
cómicos, dramáticos, dando rienda suelta a infinidad de recursos y dejando
entrar en la narración a otros como una maravillosa Emily Watson, una
convincente Charlize Theron, un maquiavélico Stanley Tucci y un manipulador
John Lithgow. Y el resultado es el acercamiento creíble y vigilante sobre un
actor que quiso ser leyenda y se quedó en cuento. Además, por supuesto, de ser
un nombre que comienza ya a ser desconocido para las nuevas generaciones de los
que dicen amar el cine. Estoy por llamarles por teléfono y hacerme pasar por
Sellers…a ver qué opinarían, con sus ojos de hoy, sobre este intérprete del
ayer. Estoy seguro de que, al final, le llamarían Peter.
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