Si os apetece escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla alrededor de "A la caza", de William Friedkin, podéis hacerlo pinchando aquí.
A veces, un matrimonio
tiene muy poco que decirse. Puede pasar un domingo en un lago, a bordo de un
velero casi de ensueño y, sin embargo, pasar el día en silencio. Un joven hace
auto-stop y el hombre casi lo arrolla. A partir de ahí, comienza una lucha que
sólo se puede entender desde la más estúpida óptica masculina. El hombre, el
marido, trata de humillar al joven con su experiencia, con su mirada más serena
sobre las cosas, con su continuo intento por parecer osado y con el impulso que
sólo proporciona la juventud. El joven desprecia al marido porque se ha
adocenado, se ha acomodado en una posición de superioridad, de estabilidad
económica y de realización personal, pero tiene energía, algo de encanto, un
cierto descaro y un claro convencimiento de que es capaz de hacer lo que hace
el marido.
Como espectadora muda
y, a medida que pasa el tiempo, más y más atractiva, la mujer. Asiste
pasivamente al enfrentamiento infantil de los dos hombres y se esconde en la
idea de que ambos son ingenuos. El marido no se va a acercar a ella para que
demuestre todo lo que sabe hacer y su experiencia en moverse por el mundo,
aunque estén en un velero. El joven mantiene el atractivo de la frescura, de la
ausencia de vergüenza, del empuje juvenil que le impulsa a buscar cosas nuevas
que vivir. El antagonismo está servido y el velero debe navegar en un largo
domingo que amanece nublado, se torna soleado, se enfurece con la lluvia, se
anochece con la rabia. Poco a poco, el velero se vuelve un cascarón del que
parece imposible salir y ese matrimonio, que había salido en silencio dispuesto
a pasar un domingo en el lago, se quedará parado, sin decidir hacia dónde
dirigirse, hablando y tratando de decirse verdades que el otro no cree. Tal
vez, el marido no tenía tanta experiencia y tampoco demasiado orgullo. Tal vez,
la mujer se había olvidado de lo que significaba vivir.
Roman Polanski dirigió
su primera película con trazas evidentes de nouvelle
vague y dibujando ya su característico ambiente angustioso en el que la
interacción de los personaje, o la ausencia de ella, se convierte en una
espoleta retardada que acabará aniquilando las inquietudes superficiales de unos
hombres que no vienen de ninguna parte y no saben dónde acabarán. Son como
veleros que navegan sin rumbo sobre un lago que se torna misterioso cuando un
cuchillo se hiende en su superficie, cortando el agua, pero sin tocar carne.
Así, podemos enfrentarnos, sin ninguna ayuda, a nuestros miedos, nuestras
frustraciones, nuestros deseos y nuestras vanidades. Todos ellos compartimentos
de un barco con su correspondiente vía de agua. Ya no habrá limpiaparabrisas
para abrir paso a la visión entre el agua. Solo quedarán los personajes.
Desnudos, desamparados, desabridos, descubiertos. Y la elección entre dos caminos
se volverá tan difícil que, quizá, ya no habrá más domingos en el lago.
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