Si queréis escuchar lo que hablamos en "La gran evasión" de Radiópolis Sevilla sobre "La ciudad desnuda", de Jules Dassin, podéis hacerlo pinchando aquí.
El tiempo pasa y todo
debe asentarse en un equilibrio de fuerzas que siempre serán contrarias. Por un
lado, los patronos, cómodos, dueños de inmensas tierras expuestas a los
caprichos del clima, despreocupados porque saben que mañana tendrán un plato a
la mesa y, tal vez, un coche para conducir o, incluso, podrán hacer un largo
viaje de varios meses para disfrutar de su ociosidad casi siempre insultante.
Por otro lado, los campesinos, aquellos que se pelean con la tierra para que dé
sus frutos, que trabajan de sol a sol con las manos encallecidas, el gesto
contraído y las lágrimas dispuestas. La eterna lucha entre ricos y pobres que,
en el momento en que se abandona en su perspectiva social y se entra de lleno
en la política, se corrompe, se pervierte y comienzan los abusos. Ya no son
ricos y pobres, son fascistas y comunistas. La dictadura de los patronos o la
del proletariado. Mientras, los dramas humanos se suceden, la locura se desata,
la decepción se instala. Ni unos son felices, ni otros sueñan con serlo. Es el
ingrato siglo XX, que derramará tanta sangre que ni siquiera la tierra podrá
absorberla.
Por un lado, Alfredo.
El niño mimado y rico, que no alberga aversión hacia los trabajadores, pero
que, sin embargo, es insoportablemente superficial y sin demasiada
personalidad. Un niño que crece entre juegos y un hombre que no sabe
comportarse como debe. Ya se sabe. Los ricos pueden darse el lujo de no pensar
en nada. Todo está hecho.
Por otro lado, Olmo. El
niño de rodillas sucias y mirada teñida de rencor, que sufre no sólo por lo que
le pasa a él sino también porque sus compañeros también pasan hambre. La
injusticia le subleva y la virtud de su contención le hace diferente a todos
los demás. Quiere acabar con los patronos, pero no con las personas. Más que
nada porque sabe que la lucha por tener un poco de pan al día siguiente tendrá
que seguir de una forma u otra.
Italia convulsa desde
la muerte de Verdi, el músico del risorgimento,
hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Los malvados ajusticiados. Los
hombres de mirada torcida, con el corazón depravado deben ser pasados por la
justicia del pueblo. Y Bernardo Bertolucci diciéndonos que, tal vez, la solución
está en esa pelea continua y equilibrada entre el capitalismo y el socialismo,
algo desquiciada, pero necesaria. Con las imágenes de Vittorio Storaro y
agarrando la belleza como bien común, Bertolucci tampoco deja de mostrar
terribles crueldades, escenas que hacen que la mirada se aparte, buscando aire
en algún lugar donde la corrupción moral y física no llegue hasta esos límites.
Entre el campo y las residencias, Gerard Depardieu y Robert de Niro pasean su
amistad demostrando que así, también, se rebajan los rencores porque, al fin y
al cabo, todos somos personas. A su alrededor, Sterling Hayden, Burt Lancaster,
Stefania Sandrelli, Dominique Sanda y, sobre todo, un inmenso y rechazable
Donald Sutherland dando cuerpo y forma a la misma maldad que anida en lo más
profundo y podrido del ser humano. Quizá, en la turbulencia de un siglo tan
desalmado, queda la certeza de que todo cambio debería empezar por nosotros
mismos y Bernardo Bertolucci también deja escapar algo de ese ligero desencanto
hacia la utopía de un mundo un poco más justo.
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