El heteropatriarcado
tiene sus días contados. George Apley lo ignora porque, casi sin ser consciente
de ello, lo ejerce con autoridad. Él controla cada uno de los minutos que
forman parte de su vida y de la vida de su familia. Todo debe de estar en su
sitio, siempre con la frase justa y la actitud apropiada. No hay ni una nota
aguda en la aburrida sinfonía de su existencia. Nada debe salirse de lo que se
espera. Y, sin embargo, los tiempos están cambiando. Y alguien debe abrirle los
ojos. Tal vez quien lo haga es precisamente aquél que ya hace años se dio
cuenta de que aquello no era la felicidad. Podrá ser la comodidad, la seguridad
de saber a la perfección lo que va a ocurrir al minuto siguiente, la ociosidad
de una posición asegurada…pero no es la felicidad. Y George Apley está a punto
de hundir la incipiente felicidad de sus hijos. Va a tener que ponerse al día,
no le queda más remedio.
Al fin y al cabo,
alguien que lee a Ralph Waldo Emerson tiene siempre la razón de su lado, ignorando
la implicación radical de su más profundo significado. La plata siempre limpia.
Los compromisos cumplidos porque, seamos sinceros, uno no se debe comprometer
si no tiene la seguridad de que va a cumplir todos los términos. George Apley
es el último representante del cuello engolado y de las palabras indicadas. Los
jóvenes se abren paso con fuerza y es inadmisible permitir que su hija tenga
relaciones con un profesor universitario de Harvard que estudió en Yale. Eso es
de una incoherencia irritante. Boston debe permanecer así. Anclada en sus
costumbres, celebrando el día de Acción de Gracias de la misma forma un año
tras otro. Y que su hijo se vea con la hija de un chatarrero de Auster…no, no.
Las relaciones con extranjeros están absolutamente vedadas para un joven de
Harvard. Aunque quizá, haya que ser un poco más flexible, siempre guardando las
formas, claro.
George Apley no sabe
que los deseos cuadriculados presididos por la tradición no siempre son del
agrado de terceros. Y, por eso, tendrá que encajar alguna que otra derrota que
le haga volver a su original forma de pensar, a ese mundo tan confortable del
que nunca debió salir. Sólo habrá una persona que le saque de ese inmovilismo
bañado en superioridad y tendrá que ser, precisamente, el ser más débil de su
entorno. El más despreciado, el más ínfimo, el que no cuenta, el que le dice
una verdad al oído y le regala un beso en la mejilla. Es aquel que le dice que
tiene que ser él mismo, más allá del rancio abolengo bostoniano. Los tiempos
cambian, George. Y el mundo se cae a pedazos, más vale que recojas alguno.
La delicadeza de Joe
Mankiewicz al dirigir esta película resulta magistral con un Ronald Colman en
auténtico estado de gracia. Las reacciones y motivaciones de George Apley son
perfectamente entendibles a pesar de que parezcan ridículas, trasnochadas o
demasiado impostadas. El arribismo social sitia al presuntuoso George y le hace
mirar, por una vez en su vida, a su alrededor, mucho más allá de sus inútiles
reuniones en pro de los huérfanos de la ciudad o para la preservación y
observación ornitológica de la fauna alada de Boston. Y, nuevamente, tenemos
que ceder paso a una película que roza la maestría, narrada como una comedia,
pero nunca como una parodia. Algo tan difícil como creer que se puede ver un
pájaro carpintero con el pecho amarillo en pleno mes de noviembre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario