jueves, 13 de junio de 2019

EL SÓTANO DE MA (2019), de Tate Taylor



No cabe duda de que el mayor atractivo de esta película es asistir a la transformación de una actriz como Octavia Spencer, especializada en papeles bondadosos y entrañables, para exhibir un registro de crueldad y psicopatía que muestra con desparpajo y, todo sea dicho, sin demasiada sutilidad. Además, en un espléndida metáfora de la personalidad de cualquiera, juguetea con ambos lados con indudable soltura y puede ser amable y, sin apenas transición, endurecer el rostro hasta la furia y el resentimiento.
Y es que ese resentimiento que anida en su personaje es añejo, ha ido madurando con los años y se podría decir que es pura reserva, criado en bodega de odio y desprecio con algunas vueltas de rencor. Por si fuera poco, manipula a unos cuantos adolescentes de carácter voluble y blando para que, lo que parece una desviación, se convierta en un meditado plan de venganza con una resolución que, por momentos, se asemeja al giallo Dario Argento y, sobre todo, de Mario Bava.
Entre medias, podemos andar entre los pasillos del típico instituto de carne fresca y mente sin hacer y comprobar que la responsabilidad no es un atributo propio de jóvenes. El deseo de huir de la rutina que, en ocasiones, puede pesar como una mochila llena de libros, hace que se busque un refugio natural para experimentar esa ansiada libertad de unos chicos que sólo desean escapar del ambiente familiar, de sus frustraciones y decepciones, de su terrible condena a la mediocridad que resulta más evidente cuando esa mujer de color que nunca ha sido tenida en cuenta comienza a extender sus garras para que nadie la olvide.
El resultado es una película que, a ratos, es correcta. En otros, en cambio, es demasiado ingenua e, incluso, con alguna que otra secuencia innecesaria. El conjunto es presa de una trama previsible, algo engañosa, sin miedo aunque con alguna que otra incursión en el suspense y con síntomas de precipitación en súbitos tragos sin hielo entre melodías ocultas en los años ochenta.
Y es que es fácil caer en la tentación de tener un lugar donde reunirse y escuchar música a todo volumen, dormir a pierna suelta las consecuencias de demasiados chupitos, besar a la pareja sin inhibición, bailar Funky Town como si fuera una melodía de moda o sentirse parte de un grupo que grita sin sentido y desahoga su cuerpo. Sin embargo, es posible que el viejo consejo de una madre de no hablar con desconocidos tenga mucha base y más aún cuando ese desconocido se muestra demasiado amable. Nadie hace favores en un mundo que se ha ocupado de reírse de los más débiles. A nadie le importa si se comienza una nueva vida o si llevas toda la triste existencia en la misma ciudad sin alicientes. Es intrascendente que un chico te sonría si detrás no hay ni la más mínima intención honorable. El tiempo pasa y el resentimiento de la humillación sigue ahí, cogiendo sabor, ganando olor, deseando ser destapado para que la rabia salga espumosa. Es el pasado que llama a la puerta de los que ni siquiera tienen la oportunidad de haberlo vivido. Es la penumbra del alma que hace agujeros en el interior y deja daño allá por donde pasa. Más vale mantenerse alejado. No todo debe basarse en la cesión por la presión del grupo. La razón vale más, muchísimo más. Aunque el resentimiento siga acumulando años de amargura para entintar de rojo la pérdida de la inocencia.

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