jueves, 20 de junio de 2019

TOLKIEN (2019), de Dome Karukoski



En la inmensa vorágine de la vida se pueden encontrar las raíces de la inspiración de cualquier obra maestra. Tal vez un niño se quede fascinado por las sombras proyectadas a contraluz sobre una pared lisa. O, quizás, un soldado distinga guerreros medievales en medio de la niebla amarilla de un campo de batalla. O, incluso, la sonrisa de la mujer de tu vida sea lo más cercana a un personaje de princesa inalcanzable y, a la vez, irresistiblemente hermoso. Las viñetas de la existencia van conformando las páginas de la creación con la naturalidad de su propia crueldad, de su propia felicidad, de su propia tristeza.
John Ronald Reule Tolkien encajó todas sus experiencias para fantasear sobre ellas y, más tarde, hablarnos de gente pequeña de valor extenso, de la comunidad que se forma a través de esa familia por elección que es la amistad, de ingenuos duelos a espada de madera transformados en épicos combates a lomos de un caballo que toca con fuerza con sus cascos en el tambor de la llanura. Al mismo tiempo, trataba de encontrar su camino en la vida, su auténtica pasión para consumir una vida que, lentamente, se escapaba en la derrota a pesar de que no se rendía nunca. Puede que supiera, con esa certidumbre que sólo se aparece a través del talento, que las letras se estaban formando en su interior para dar paso a una de las leyendas más mágicas que nunca se han escrito. Y ese magistral dominio de las palabras y de la aventura es la consecuencia directa del dolor que emana de la misma vida.
Cuando finaliza esta película, uno tiene la impresión de que se ha perdido una buena oportunidad para ahondar aún más en el alma de un escritor que, con muy pocas obras, está en el imaginario de generaciones enteras, de que, de alguna manera, se dejan cosas muy interesantes en el tintero y se entretiene un poco en dudas existenciales de discutible interés. Nicholas Hoult en la piel de Tolkien resulta atractivo aunque en algunos pasajes se antoja demasiado joven y Lily Collins está espléndida en el papel de su compañera Edith Bratt. Además de todo ello, toda esta biografía parcial está acompañada de una espléndida partitura de Thomas Newman y no deja de ser gozoso disfrutar de la presencia académica de Derek Jacobi como el más directo precedente del mago Gandalf en la vida del escritor. El resultado es una obra irregular, correcta en su puesta en escena, pero estancada durante una buena parte del metraje, como si Tolkien y su innegable fuerza literaria fuera un producto de sus avatares y no tanto de su talento. O también es posible que la vida, sencillamente, sea mucho menos interesante que la imaginación.
No se puede dudar que los árboles desnudos de la tierra de nadie en una guerra de trincheras son menos atrayentes que los paisajes duros y siniestramente bellos de la Tierra Media, o que la desolación de compartir un hoyo con incontables cadáveres tiene mucha menos épica que la batalla del abismo de Helm y la creación de ese mundo nuevo, con su nuevo lenguaje, es más apasionante que la constatación de la pobreza y de la falta de medios de un hombre de mente privilegiada. En definitiva, es posible que queramos enterrarnos de nuevo entre espadas, flechas, orcos, medianos, elfos, embrujos y dragones porque lo echamos mucho de menos cuando se nos pone la vida por delante. Precisamente es una de las cosas contra las que tiene que luchar un escritor que hizo de la fantasía todo un arte. 

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