jueves, 27 de junio de 2019

TOY STORY 4 (2019), de Josh Cooley



En algún momento de nuestra vida de niños hemos fabricado un juguete con algún objeto rutinario que se encontraba a mano. Así una pinza para la ropa comenzaba a hablar por sí sola con una voz fingida, o un tenedor entablaba una interminable y absurda conversación con un cuchillo, o una escoba se transformaba en un mágico rifle con mira telescópica. En algunas ocasiones, incluso, se les dotaba de elementos externos como plastilina, palillos o goma elástica y, por arte de la imaginación, esos objetos sosos y sin gracia lúdica se convertían en nuestros juguetes favoritos.
Y eso ocurría porque, tal vez en nuestra inconsciencia, esos juguetes conservaban algo de nuestra fantasía más particular, o de nuestra creatividad, o de nuestra frustración ingenua. Consolaban, se convertían en confidentes, o con sus voces impostadas decían cosas que no nos atrevíamos a soltar por nuestra propia boca. Así, alcanzaban esa nobleza destinada sólo a los compañeros más privilegiados de nuestros juegos que consistía en formarnos, en poblar nuestra mente de recuerdos que, a pesar de su naturaleza infantil, han sido decisivos para formar nuestro cerebro de hombres o mujeres. Quizá todos, incluso los juguetes, hayamos nacido con una finalidad y, si conseguimos cumplirla, entonces habremos llegado a alcanzar el derecho de existir por nosotros mismos.
En ocasiones, parece que esos juguetes desaparecieron porque sí, porque, llegado determinado momento, ya no interesaban tanto o, directamente, nada y fueron llevados subrepticiamente a un rastrillo, o fueron donados a alguna asociación benéfica. La ausencia del pensamiento en ellos les hizo ocupar un sitio en una memoria que siempre tardó en recuperarlos y, cuando lo hizo, nos hizo dibujar una sonrisa, o, cuando menos, una sensación siempre entrañable. Fueron grandes amigos y no merecen el olvido. Para ellos, nunca no existía.
Cuando cada cosa que ha sido importante para nosotros ocupa su sitio en el aburrido universo de los adultos, deberíamos ser capaces de reconocer cuánto hicieron por nosotros, cuánta dureza derrocharon, cuánto aguantaron nuestras trastadas y nuestros caprichos que, casi siempre, duraban lo que tardaba en llegar el siguiente regalo. Algo así ha ocurrido con esta maravillosa saga compuesta por unos cuantos protagonistas que, no importa la edad que se tuviera, se han instalado en nuestro corazón desde aquellas desventuras causadas por un muñeco espacial que venía a quitar el protagonismo al inefable vaquero de frases tópicas. Cuando parecía que ya todo estaba cerrado, han decidido dar una nueva vuelta de tuerca para despedirles ya definitivamente y emocionar con sus valores, con sus debilidades, con sus verdades y con todas las lecciones de vida que puede dar un juguete. Y vuelve a funcionar. Nos encanta de nuevo y nos lleva a territorios desconocidos de optimismo, de valentía femenina, de comprensión hacia situaciones que pueden reflejarse en la vida real y, de paso, nos lleva de visita también hacia el cine de terror, hacia El resplandor, de Kubrick; hacia los zombies o hacia ese corazón de niño que dejamos arrinconado en algún lugar de nuestro interior. En realidad, estos personajes, sin duda, nos han llevado hasta el infinito y más allá. Y lo han hecho con sentido, con una sonrisa y con ternura. Y el viaje ha merecido la pena. 

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