martes, 4 de febrero de 2020

MUERTE EN INVIERNO (1987), de Arthur Penn



Una actriz en busca de un papel. De repente, la oportunidad se presenta y el director quiere una prueba grabada en vídeo en una mansión remota, al borde de un acantilado. Allí, la actriz se dará cuenta de que la vida no es una representación y de que el asesinato se puede presentar más allá de la toma de una cámara. El chantaje también planea sobre el guión y no es fácil salir de la confusión que proporciona el sueño de la actuación. Sangre y truenos, diablos. Y habrá que ahogar los gritos que parece que luchan por salir de la garganta. El juego del gato y del ratón puede ser un recurso interpretativo más. Quizá es la típica trampa del director genial. Y, tal vez, también por eso, la anterior candidata al papel sufrió una rotura de nervios definitiva. Habrá que aguantar. A no ser que la última escena incluya un asesinato.
Mirando fríamente por la ventana, es posible que esta película no ofrezca nada nuevo. Y no cabe duda de que sufre de un cierto desequilibrio porque Mary Steenburgen está brillante, sublime, inalcanzable y Roddy McDowall no deja de ser un poco más que mediocre. El terror, en esta ocasión, es triple y estar atrapada bajo la siniestra mirada de un director tiene su agobio incluido. La trampa está servida con queso en la ratonera y hay que andarse con pies de plomo porque lo que parece no es y lo que es no lo parece. Arthur Penn sabía tocar todos los resortes, incluso cuando se ponía detrás de las cámaras para dirigir una historia que no entraba en su estilo característico, pero lo hacía rematadamente bien. El tiempo atmosférico se convierte en un personaje más y el misterio se esconde por los rincones de esa vieja mansión, retratada a veces como perfecto plató cinematográfico de reminiscencias góticas y, en otras, como lúgubre caserón que esconde más secretos que luces y atrapa a quien se atreve a traspasar su umbral. Cierto es que todo se torna algo previsible, pero el viaje hacia el centro del horror es lo que importa, porque el misterio es bueno, los caracteres se mueven con sus traumas, sus anhelos y sus vanidades y siempre hay alguna pregunta que queda sin contestar.
Así que pónganse cómodos. La principal obligación de una actriz es hacer creíble su personaje y, tanto es así, que habrá alguien que crea que es real. El buen gusto es marca de la casa y es mejor prepararse para el papel metódicamente. Es posible que la tensión ayude un poco a hacerlo todo más verdadero. Y está absolutamente premeditado. Como un buen crimen con sus detalles bien definidos. El invierno está furioso ahí fuera y es posible que desee una víctima propiciatoria. La tela de araña se va tejiendo con manos casi invisibles y la tortura, el secretismo y la sangre esperan su turno a la segunda toma. Por allí, al fondo, podemos ver a Nina Foch protagonizando una versión de esta misma historia en 1945 con el título de Mi nombre es Julia Ross, pero desdibujamos el recuerdo al ver cuánto se puede alcanzar si detrás de las cámaras se halla un director competente para poner orden en toda esta locura.

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