La
enfermedad de Creutzfeld-Jacob es una forma de demencia senil de desarrollo
rápido que, de forma metódica, va asesinando todos los recuerdos uno por uno.
Para un hombre que se dedica a matar por encargo, resulta un problema de cierta
envergadura, aún sabiendo que lo es para cualquier otro mortal. Eso es lo que
le pasa a John Knox. Es un profesional serio, que ha dejado los sentimientos en
algún lugar de su pasado, ese mismo que se le está borrando a velocidad de
vértigo. Aún tiene un par o tres de semanas de tiempo para ir cerrando algunas
cosas pendientes. Especialmente una que se le presenta de improviso. Es un
último favor para alguien a quien debe un sacrificio. Es el momento perfecto.
Es la excusa perfecta.
Así que Knox va a
liquidar todos sus activos para repartir entre las personas que más ha querido
en su vida. Su ex mujer, su hijo y la prostituta que le ha dado algo de cariño
y conversación todos los jueves por la tarde. Al mismo tiempo, debe resolver un
asunto feo y, para no cometer ningún error causado por la falta de memoria, lo
apunta todo en un cuaderno que acabará quemando, igual que todos sus recuerdos.
Para ello sólo confiará en un amigo, el mismo que le colocó en el negocio.
Mientras tanto, Knox irá perdiendo reflejos, no se acordará de palabras, se
sentirá extraviado en medio de un bosque…pero lo que no va a perder de ninguna
manera hasta que sea inevitable es la memoria de matar. Sabe cómo hacerlo. Sabe
en qué momento. Sabe a quién.
Resulta extraño
comprobar que una película notablemente bien dirigida por el propio Michael
Keaton, muy bien interpretada por él mismo y por esos grandísimos intérpretes
que le acompañan como Al Pacino y Marcia Gay Harden, goza de un estreno
limitado, casi de tapadillo. Parece como si quisieran atontar al público con
nimiedades de corte estúpido y que las películas que guardan un cierto poso de
inteligencia e, incluso, de arte tienen que llevar colgada la etiqueta de rara,
de despreciable e, incluso, de prescindible. Esta es una de ellas.
Y, desde luego, Michael
Keaton resulta tremendamente acertado en la piel de ese asesino a sueldo con
una expresividad tan precisa que se sabe con certeza en qué momento está
centrado en lo que dice y en lo que hace y en qué instante el recuerdo huye de
él como una bala disparada por su arma. Estamos ante una película de cine negro
diferente y notable, con una premisa que ya se pudo ver en la inferior La memoria de un asesino, con Liam
Neeson, pero desarrollada con más talento y mucho más cuidado. Se acompaña a
ese Knox que está diluyéndose en la nada, se sufre con él y, al mismo tiempo,
se posee una cierta sensación de que todo lo que le pase es bastante merecido,
por mucho que busque una redención que haga olvidar lo que es, lo que ha sido y
lo que ya no podrá ser.
Somos nuestros recuerdos. Más felices. Menos afortunados. Viles. Maravillosos. Descriptivos. Pesados en nuestra mochila. Ligeros en nuestras justificaciones. Puede que, en el fondo, incluso cuando se está borrando todo, quede esa sensación de que debimos amar más, con mayor intensidad, con mucho más sentido. Tal vez para que no fuéramos corazones insensibles de sangre debida y dinero guardado. Aferrarnos a nuestros amigos. A los que llevan nuestra huella, aunque a menudo pensemos que no hemos dejado ninguna. Puede que nosotros no nos acordemos de todo ello si la naturaleza se empeña, pero los demás, sí. Y eso es lo que verdaderamente importa.
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