Todo
el mundo merece una oportunidad. Puede que llegue después de oleadas de
sufrimiento, de frustración, de intentar ahogar los sentimientos en el fondo de
una botella, de expresar la rabia contra un destino que se ceba para excavar en
las profundidades del dolor. En algún momento, parece que todo puede encajar en
un orden que resulta algo muy cercano a la felicidad y que una simple llamada
para cumplir con un deber ciudadano de carácter inexcusable haga que el derrumbamiento
sea algo más que una posibilidad. Un crimen cometido. Un accidente desconocido.
Una pena arrastrada por el cargo de conciencia. Un esfuerzo por conservar lo
poco que se posee.
El alma humana se
retuerce de angustia cuando lo que se ha conseguido a base de lágrimas se halla
en el mismo borde del abismo. El destino, de nuevo, aparece para que el pasado
no sea olvidado. Y ahí se encuentra una de las enseñanzas de la vida porque no
deja de repetirnos que somos lo que fuimos, entre otras cosas. En un aparente
sistema en el que la verdad se asemeja a la justicia, asistimos a la certeza de
que no siempre es así. La verdad puede ser demoledoramente injusta, por mucho
que nos empeñemos en lo contrario. La nada se avecina y es necesario alcanzar
un veredicto a pesar de que se intenta por todos los medios salvar una vida que
no lo merece para que, al menos, un resquicio de tranquilidad aún haga su nido
en la voluntad y en el ánimo.
Una noche. Una muerte.
Una copa que nunca se tomó para no caer de nuevo en la tentación del abandono.
Un maltratador. Una chica que desea desahogar la ira bajo una lluvia
torrencial. Un golpe. Una suposición. Un continuar con el camino para seguir en
la búsqueda de una tabla de salvación. Una nueva vida. Una habitación en donde
va a habitar toda la ilusión que queda en un interior apisonado que comienza a
resurgir. Padres, hijos, vecinos, terquedades…todo ello arremete con fuerza
contra la lógica. No, la verdad no siempre es justa. No, el destino no puede
ser un jugador tan sucio y tan diferido. Se buscan respuestas. Sólo existen los
silencios. Y, al final, la incógnita para que cada uno elija el final que más
le convenga. Es el último suspiro.
Clint Eastwood ya ha
ensayado varias despedidas. Pareció poner un pie en el estribo en Gran Torino, quiso marcar un último
baile, algo pobre e inmerecido, en Cry
Macho y esta vez parece querer despedirse con un cuento moral que interpela
directamente a todos los que se acercan, quizá en un intento de emparentarse
lejanamente con Mystic River, aunque
carezca de la complejidad argumental y fuerza de esa película. No importa.
Eastwood nos ofrece un buen pedazo de cine excelente, con un montaje
extraordinario, muy preciso, que llega a ser un mecanismo de relojería
instalado directamente en el ánimo y nos dice adiós definitivamente con una
sentencia terrible como es que ya no podremos disfrutar de ninguna otra
película dirigida por él. A destacar, por derecho propio, el maravilloso
trabajo que despliega Toni Collette en la piel de la fiscal que debe ejercer la
acusación del proceso que desencadena toda esta tormenta de dudas que Eastwood
va resolviendo, salvo la última de todas. Quizá sea él quien llame a la puerta
y se quede mirando a nuestros ojos.
Más allá de todo eso, queda en el aire si esta despedida también es un repaso a los momentos más importantes que hemos tenido en nuestras miserables existencias. Si los hemos disfrutado realmente, si les hemos sacado todo el jugo posible, si hemos sido buenas o malas personas, si hemos conseguido ser buenos espectadores de las películas de un pintor del alma humana que nos deja con la admiración y la verdad como las únicas armas que podremos esgrimir cada vez que hablemos de su cine. Maestro, una vez más, conmovido. Maestro, una vez más…
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