A veces, uno cree que
va a ver un documental y se encuentra con un experimento fílmico que roza la
ficción. Eso es lo que se pudo apreciar en el genio de Orson Welles con Fraude y también es el caso de esta
rareza realizada por iniciativa de Lars Von Trier. La premisa es sencilla. Von
Trier se entrevista con Jorgen Leth, un cineasta que en los sesenta rodó un
cortometraje titulado El humano perfecto
y le invita a revisionar aquel cortometraje cinco veces, bajo condiciones muy
severas y diferentes en cada una de ellas. Leth acepta el reto y, de una forma
como pocas veces se ha visto en el cine, asistimos a un proceso de
deconstrucción de una película para crear cinco cintas nuevas, de diferentes
miradas, en lo que es un apasionante ejercicio de nueva creación. Además, hay
un viaje intenso hacia el miedo de no poder renovar el éxito de lo que fue
aquel cortometraje en su día, a pesar de la madurez que ha llegado a su
director. Poco a poco, es como si, de alguna manera, la rígida vigilancia
condicional de Von Trier se convirtiera en un control parecido al que Andrew
Wyke-Laurence Olivier ejerce sobre Milo Tindle-Michael Caine en La huella, de Mankiewicz. Un juego que oscila
entre la humillación y la admiración. Humillación por el sometimiento.
Admiración por la creatividad. Incluso, en el colmo del sadismo cultural, le
ordena hacer una versión de su cortometraje en dibujos animados.
La película, en sí, es
sólo eso. El enfrentamiento entre dos directores que, siguiendo lejanamente la
tradición nórdica, les gusta el desafío que supone ponerse más dificultades a
sí mismos con el fin de alcanzar metas de imaginación y fantasía (y, de paso,
opinión) que saben imposibles cuando el entorno es de calma y tranquilidad
metódica. Cinco cortometrajes versionando la misma historia ya, per se, es un ejercicio
extraordinariamente difícil porque se volcaron unos procedimientos y una forma
de ver la trama propios de los años que se tenían por aquel entonces. Ha
llovido mucho, han pasado muchas cosas y la mirada, de forma inevitable, se
torna diferente, más desengañada, menos ilusionante y, aún así, se trata de
ofrecer algo de forma atractiva, haciendo que aquel cuento que en los años
sesenta provocó aplausos, siga siendo digno de mención en el siglo XXI.
Y es que el acto de crear necesita, en muchas ocasiones, espuelas. Quizá las proporcione un entorno, o la falta de presupuesto, o la idea de hacerlo de forma radicalmente distinta porque, si nos preguntan a nosotros mismos, probablemente haríamos las cosas de otro modo con una diferencia de cuarenta años. Con más experiencia, con menos ímpetu, con más sabiduría, con menos atención. El experimento fílmico es de indudable interés porque, más allá del simple hecho de hacer cine, también se trata de la compleja realidad de vivir. Y así, una vez más, la ficción y la verdad se abrazan en una película que ha estado destinada a paladares algo marginales. El viaje merece la pena porque llega a ser importante, necesario y, también, apasionante.
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